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Manuela Zárate
Columnista

Manuela Zárate

Publicado

El béisbol y la libertad

Por manuela zárate

@manuelazarate

Gary Carter fue un gran jugador de beisbol estadounidense. Con los Mets llegó a ganar la serie mundial, fue de los pocos jugadores en ser nombrados capitán del equipo y cuando se retiró su número también fue retirado. Gary fue una leyenda de tal magnitud que pudo vencer uno de los muros ideológicos más altos de la historia: el de la Unión Soviética. La prueba es una gorra con su nombre que fue a parar a manos de una chica.

Todo empezó a finales con las reformas de Gorbachov: Glasnost y Perestroika que abrieron el mundo a un país aislado durante siete décadas. Esa apertura no sólo fue política y económica, sino cultural e histórica, y abrió las puertas al desarrollo de una nueva identidad. El pueblo ruso siempre tuvo una identidad arraigada en tradiciones imperiales. Irónicamente, entre sus períodos más gloriosos los zares miraron a Europa y se fusionaron con ella para apropiarse de sus avances tecnológicos, culturales e intelectuales. Un ejemplo fue el reinado de Pedro El Grande, el Zar que fundó San Petersburgo en su propio nombre. Pedro fue el primero en soñar y ejecutar un proyecto de imperio que tenía que empezar por el poder militar. Encontró lo que buscaba en la ingeniería naval y se apropió del diseño de los barcos de Flandes. Claro que ese genio imperial y estratégico tenía una cara horrorosa. De paranoia. De lucha por poder. De control absoluto de la población. Persecuciones. Ejecuciones. Una historia de esplendor, pero también de terror.

Quizás uno de los grandes errores del imperio ruso, que caería después de 1914 estuvo en cerrarse dentro de sí misma. Los últimos tres zares se dejaron dominar por la paranoia que heredaron de sus antecesores y dejaron de un lado la herencia de integración con los demás imperios de Europa. Aunque ha pasado el tiempo todavía es difícil entender que no hubieran reflexionado sobre la miopía de los reyes de Francia y la falta de visión que los llevó no sólo al fracaso de su sistema, sino a una dolorosa revolución que se cuenta como si hubiera tomado unos días, pero que tomó un par de generaciones.

Después de la guerra de 1914, la Primera Guerra Mundial, después de la Revolución de Octubre, muchas cosas cambiaron para no cambiar jamás. Una de las que el aparato socialista entendió fue que el nacionalismo ruso tendría que reinventarse, pero para eso tendría que arrancar de raíz todo sentido de la identidad. Eso pasaba por cambiar la historia. Literalmente cambiarla. Reescribirla. Reacomodarla. También por cambiar y anular los valores de la sociedad. Eso se hacía anulando al individuo, socavando su voluntad y reemplazandola por el terror. Aislando a los ciudadanos del resto del mundo. Creando un muro ideológico a su vez vendido a través de una maquinaria de propaganda como la felicidad máxima.

Así lograron que las generaciones que siguieron a las del ´17, octubre, los bolcheviques y el leninismo fueran unos seres anulados. Tristes. Seres que no sabían qué era un objetivo en la vida. Seres sin un sentido. La idea detrás de esto es que de allí saldría el hombre nuevo. Que esa transformación sería sistemática y hereditaria.

La realidad probó ser mucho más compleja. La ironía más grande de la URSS es que cuando surgió fue una revolución desde arriba, pero cuando se derrumbó fue desde abajo. Y fue desde abajo porque los hijos y nietos de quienes adoraron a Stalin no dejaron de sentir que algo faltaba en sus vidas. No dejaron de desear algo distinto a lo ofrecido por el oficialismo. Es que eran seres que no habían sido quebrados, que a la primera oportunidad demostraron que el principal motor del ser humano es la libertad y eso nada lo puede cambiar.

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