Este 31 de diciembre sin fiestas me hizo recordar un año viejo con mi familia en un hotel a las orillas del Cauca. Una simple advertencia nos hicieron: no habrá fiesta ni música ni pólvora ni trago. Aceptamos. Era la que buscábamos, silencio. De esa experiencia nació esta columna hace ya más de dos décadas.
Qué delicia pasar la noche del 31 de diciembre en el silencio de una noche estrellada, sin más testigos que los árboles ni otra tramoya que la del paisaje dormido en las montañas cercanas. Solo el rumor del río como música de fondo. Nada de pólvora, de equipos de sonido vomitando estruendos y melodías asfixiantes. Sin licor, sin brincos ni bailoteos, sin tener que asistir a la comedia humana de las nostalgias y las mil arandelas sentimentales con que se ha querido cargar la más limpia de todas las noches, la que da paso al año nuevo.
Y es que no hay nada más cercano al umbral de la eternidad que la última noche del año, cuando es dable vivirla así, en silencio total. Casi como si el día que va a amanecer no fuera el primero de enero del nuevo año, sino el “32 de diciembre”, para utilizar el título de un libro del español José María Cabodevila sobre la muerte. O sobre la muerte no, sobre la eternidad. Porque el 32 de diciembre es, metafóricamente, lo que sigue después de que se termina el tiempo. El primer día, y el único sin ocaso, del misterio. El comienzo de la plenitud definitiva.
Pero aun sin este telón de fondo de una reflexión sobre la fugacidad de la vida y el misterio del tiempo, a secas de cualquier dimensión trascendental (si fuera posible abstraerse), qué placer el de la no-fiesta. Cómo se adelgaza el espíritu y se tonifica el cuerpo en la frugalidad de la existencia simple. Si algún día comprendiéramos que la verdadera fiesta (o, mejor, la fiesta verdadera) va por dentro y si tuviéramos el valor de despojarnos de los alborotos atosigantes con que, culturalmente, hemos ahogado el sentido lúdico y festivo de la vida, descubriríamos que la felicidad corre por los hondones del alma, como este río que acompaña la noche con la música imperturbable de sus aguas.
Qué bella la fiesta de la no-fiesta. Simple encuentro de ternuras elementales. Cómo embriaga el silencio. Vivir es una tenue danza al ritmo de la música callada. La plenitud del momento conjura el dilema pasado-futuro. El año viejo no muere. Renace, simplemente, en un rito de nocturnidad. Los montes, perfilados apenas contra la noche estrellada, se estremecen como si la mano de Dios acariciara la piel de un animal dormido. Huele a eternidad, “en par de los levantes de la aurora”, como en el verso de san Juan de la Cruz. Es año nuevo