La selva amazónica está en llamas otra vez. Los satélites del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil han detectado más de 29 mil incendios entre enero y julio de este año. A ellos hay que sumar 1.900 focos de incendios más por día localizados desde agosto.
Este año, el fuego se ha concentrado en el centro y el oeste del país. Las llamas han llegado hasta el Pantanal, el humedal más grande del mundo, un territorio compartido con Bolivia y Paraguay. Se calcula que allí el fuego ya ha consumido unos 17.500 kilómetros cuadrados, que equivalen a más del 10 % del área total del humedal. La suma de los incendios ya llega a 8.000, un 200 % más que el año pasado.
“Los incendios no han perdonado ni siquiera a los animales que lograron escapar a tiempo de las llamas: cadáveres de caimanes, monos, serpientes y tapires carbonizados conmocionan a quienes trabajan en la región”, dice el diario El Mundo, de España.
Las organizaciones defensoras del medio ambiente sostienen que el fuego ha sido provocado por acaparadores de tierras y ganaderos salvajes que buscan convertir la selva tropical en pastizales para el ganado ilegal y en grandes campos agrícolas de cultivo de soja destinada a los mercados internacionales.
Según una carta dirigida a los gobernantes de la Unión Eropea por el grupo ambientalista Avaaz, “hay grupos de maleantes que están incendiando ilegalmente franjas de la selva amazónica, a menudo con la bendición del presidente ultraderechista Jair Bolsonaro. Muchos indígenas que se han interpuesto en la expansión de la frontera agrícola han sido asesinados”.
Apoyándose en estudios publicados por la revista Science, Avaaz asegura que la Unión Europea es parte del problema ya que grandes cantidades de soja y carne vacuna, importadas de Brasil, provienen de terrenos deforestados ilegalmente.
Otras organizaciones de defensores del medio ambiente también culpan de la deforestación al gobierno del presidente Jair Bolsonaro. Desde que este asumió el cargo, las medidas gubernamentales para frenar los incendios ilegales en la selva amazónica han mostrado poco impacto.
La deforestación ha crecido un 209 % en el estado de Amazonas desde que Bolsonaro es presidente, destruyendo 844 millas cuadradas de bosque en menos de dos años. El estado de Amazonas es una especie de santurio, una de las últimas fronteras donde los bosques continúan resguardados.
Para proteger la imagen internacional de su gobierno, Bolsonario juega a dos cartas: por un lado, debilita los órganos oficiales de control de delitos ambientales que cuidan la selva; por el otro, lanza grandes operaciones militares para frenar esos mismos delitos. La última de ellas, llamada “Operación Brasil Verde”, fue un fracaso. Así lo admitió el vicepresidente Hamilton Mourão. “Llegamos tarde en la lucha contra la deforestación”, dijo en una conferencia de prensa hace dos semanas. Después de la operación, los incendios se cuadruplicaron.
Controvirtiendo las evidencias, Bolsonaro asegura que la selva no se quema debido a su alto índice de humedad. La directora de ciencia del Instituto de Investigaciones de la Amazonía, Ane Alencar, lo refuta: “La Amazonía sí arde... Lo que se quema no es el bosque que está en pie, sino la selva que fue deforestada meses antes. Las mafias de la deforestación, ligadas a intereses agrícolas y ganaderos, deforestan primero, dejan secar y esperan a que llegue la estación seca para prender fuego a la vegetación y abrir espacio para los pastos”.
A medida que avanza su destrucción, grandes áreas de la selva tropical amazónica ya no pueden producir suficiente lluvia para sostenerse. Una vez que eso sucede, la selva empieza a morir. Su destino más probable es convertirse en sabana. De este modo triste e irracional desaparece uno de los últimos pulmones verdes del mundo.