Por david e. santos gómez
Entre agosto de 1996 y enero de 2007 Ecuador tuvo siete presidentes. Del “Loco” Abdalá Bucaram a Lucio Gutiérrez, de Jamil Mahuad a Alfredo Palacio. Todos con mandatos truncos. El número ocho fue Rafael Correa, exministro de finanzas, docente universitario y doctor en Economía. Se presentó como una alternativa a la visión liberal que había gobernado a su país, prometió estabilizarlo política y monetariamente y completar su periodo de cuatro años. Lo hizo, y fue por cuatro años más. Esos también los terminó.
Pero Correa estuvo muy cerca de ser otro en la lista de presidentes incompletos. El 30 de septiembre de 2010 una sublevación de policías estuvo a punto de acabar con su mandato. El presidente denunció un secuestro y en un dramático rescate retornó a Carondelet y afianzó su poder. Entonces, furioso, declaró que detrás del golpe estaban sus enemigos -Lucio Gutiérrez, principalmente- y acusó a los protestantes de ser fichas en un juego de mayor calado. Sobrevivió para gobernar siete años más.
En el 2017 Correa traspasó el poder al que fue su vicepresidente, Lenín Moreno, y anunció que el nuevo gobierno sería una continuación de su “revolución ciudadana”. El vínculo político duró poco. Moreno rápidamente se distanció de su mentor, lo criticó primero, lo amenazó después y apoyó públicamente causas judiciales en su contra. Correa, expresidente y viviendo en Bélgica, nunca volvió a su país porque considera que es un perseguido.
Ahora, el círculo vicioso de la política ecuatoriana parece llevar a Ecuador, de nuevo, a un fatal punto de inicio. Lenín Moreno lucha contra protestas masivas que empezaron por la quita de un subsidio a la gasolina pero que hoy, aunque menguadas, representan un desconcierto ciudadano mayor. Acusa de ellas a Correa, quien aplaude las manifestaciones que en su tiempo reprochaba. Su antiguo jefe ahora es su mayor enemigo.
Y el torbellino vuelve a tomar fuerza. Nadie se confía de la aparente calma. De los acuerdos. Porque pocos países como Ecuador representan de manera tan descarnada la incoherencia de la política latinoamericana. Pocas naciones enseñan de forma tan transparente los azuzadores de la violencia de hoy que fueron los críticos de ella ayer. Es el juego irresponsable en el que la gente sufre mientras los discursos siguen el oportunismo. Lo importante, para los poderosos, es la presidencia. De la gente, se ocuparán después.