Hace una semana mi papá me llamó desde Italia en la madrugada. Me sorprendí. Mi papá no suele llamarme y menos en la madrugada. Por lo habitual soy yo quien llama a mis padres, generalmente el domingo por la mañana. Algo tiene que haber pasado, pensé. Efectivamente. “Tuvieron que operar a tu mamá de urgencia, pero nada grave”, me dijo. Un montón de preguntas se me vinieron a la cabeza al escuchar aquellas palabras. Quería conocer los detalles, también para controlar la preocupación que me había asaltado. Mi papá comenzó un cuento largo, haciendo una crónica detallada de cómo habían pasado el día anterior a la crisis intestinal que sufrió mi mamá y que obligó a mi papá a llamar a una ambulancia. Quería interrumpirlo para conocer más detalles sobre el estado de salud de mi mamá, pero desistí, intuyendo que mi papá necesitaba hablar. Me contó que habían pasado la tarde leyendo el libro sentados a orillas de un lago, donde se encuentran de vacaciones, y se fueron a comer un helado antes de ir a cenar. Después de más de cincuenta años de matrimonio, mis papás siguen viviendo enamorados. Finalmente, después de varios minutos, mi papá me confirmó que la cirugía fue de rutina y que mi mamá se estaba recuperando, aunque estaba débil. Por la pandemia, él no podía visitarla. “Mañana, cuando tenga más fuerza la llamo”, le dije a mi papá, agradeciéndole por avisarme.
Cuando terminé la llamada, cerré los ojos y unas lágrimas corrieron por mi rostro. Me dolió estar tan lejos de mis padres y no poderlos acompañar en este momento. Me pesó sobre todo la imposibilidad de subir a un avión y viajar. Me sentí en culpa por vivir tan lejos, “¡Qué año tan difícil y absurdo!”, me quejé. Me sentí impotente, a la merced de condiciones que no podía controlar de ninguna manera. Sentí rabia. Respiré profundamente. De repente me acordé de una caminata que hice con mis papás en las montañas que rodean a nuestra ciudad cuando era niño. En un punto de la caminata vimos a un caballo bajando por un camino que estaba cerrado por unos troncos. El caballo se detuvo un momento tratando de entender cómo podía sortear el obstáculo con la menor energía posible. Finalmente lo logró y siguió tranquilo por su camino. Hoy, repensando en aquel incidente, resalto la simplicidad y el pragmatismo con los que el caballo resolvió el problema. No volvió la situación más compleja de lo que era; algo que nosotros los humanos, los Homo Sapiens, somos expertos en hacer. Seguramente aquel caballo no se enojó con Dios por aquel tronco que le cerraba el camino, ni se quejó de que las cosas no le habían salido como había imaginado y planeado. Simplemente los obstáculos se volvieron parte de su camino y de su experiencia. Aquel caballo se volvió a presentar a mi mente para enseñarme una lección. Dejé de quejarme y compadecerme. Escribí un mensaje con sentimiento para mi mamá, para hacerle sentir mi amor. Me acordé de la enseñanza de Eckhart Tolle; hay que decirle sí al momento presente y aceptar lo que es. De esta manera la vida sigue fluyendo.