El populismo está en todas partes, pero América Latina es su paraíso. Las normas se establecen para las mayorías pero los líderes populistas están por encima de ellas.
El populismo es una marea creciente. Al regreso del kirchnerismo con Alberto Fernández en Argentina y del nacionalismo mexicano de la Cuarta Transformación de López Obrador, se suma el de Evo Morales en Bolivia a través de su delfín Luis Arce. La ola sufrió una resaca con la elección del banquero Guillermo Lasso en Ecuador, pero podría seguir avanzando cuando Pedro Castillo, a la izquierda, o Keiko Fujimori, a la derecha, triunfe en Perú en la segunda vuelta en junio. El Grupo de Puebla, donde se reúnen los intelectuales de la izquierda populista, tiene viento en popa y le hace guiños a los primos menos presentables del populismo de izquierda: Venezuela, Nicaragua y Cuba.
¿Es el populismo el código genético del pueblo latinoamericano, el destino de su cultura, insensible a la tragedia venezolana, la decadencia argentina, el totalitarismo cubano, el sultanismo nicaragüense? ¿No pueden los latinoamericanos vivir la política sino como religión? Así creen los populistas.
¿Por qué tanto populismo? Y sobre todo: ¿qué es? No hay consenso al respecto. La mejor definición es la más minimalista: el populismo es nostalgia de absoluto, homogeneidad, unanimidad, más allá de su filiación ideológica formal a la derecha o la izquierda. De ahí su impulso totalitario a borrar los límites entre individuo y comunidad, política y religión. Su avance actual es una pésima noticia en una región donde la democracia siempre ha sido endeble.
En el plano político, se apodera de las instituciones del Estado para perpetuarse en el poder. En el plano social, incita a la guerra entre ricos y pobres y lucra con el resentimiento y el odio arrojando sal sobre las heridas en lugar de curarlas. En el plano económico, sacrifica la producción a la distribución, el desarrollo a largo plazo a la dádiva inmediata, un futuro viable al consenso en el presente. Ahora que se enfrenta a la escasez y no al boom de las materias primas que años atrás les permitió a los líderes populistas liberalidades, es previsible que ofrezca recompensas morales: retórica maniquea y simbolismo revolucionario a cambio del empobrecimiento, los abusos de poder, los conflictos y las migraciones masivas que genera.
Es que el relato del populismo de América Latina repite siempre el mismo patrón: érase una vez un pueblo que vivía en paz y armonía pero cuya unidad se desmoronó a causa de una élite corrupta. No cualquier pueblo, sino el pueblo elegido de los pobres, los últimos, los nadie a la espera de un Mesías que los redima, de una figura paterna –y algunas veces también materna– a la que, por tanto, se le coloca en un pedestal de superioridad moral.
El populismo no es un ave de paso en América Latina sino un actor protagonista, aunque cambie de nombre y forma.
Para sus partidarios, el populismo es la respuesta democrática a la pobreza, la desigualdad, la discriminación y una genuina reacción de los perdedores de la globalización. Como si no fueran taras antiguas, todo se remonta para ellos a las reformas de mercado de la década de 1990: la apertura comercial profundizó la brecha social, las privatizaciones aumentaron el desempleo, la liberalización financiera favoreció el crimen, la globalización de la información exacerbó la “colonización cultural”. El neoliberalismo hoy como el liberalismo antaño son causa de la ola populista, aunque sean también coartada.
Sin embargo, el populismo es más causa que efecto de esas plagas atávicas, parte del problema y no de la solución.
Como ese pasado imaginado de virtud y armonía, los populismos hispanoamericanos son por tanto unanimistas: un pueblo, una nación, un líder. Toleran la división de poderes y el sistema multipartidista si es necesario, pero los pisotean cada vez que pueden, como lo demuestran en semanas recientes López Obrador en México y Nayib Bukele en El Salvador. Son jerárquicos, el orden se crea de arriba abajo, del sacerdote a los fieles o del presidente a sus seguidores. “Dios está con nosotros” y “nosotros seguimos su plan”, predicaba Hugo Chávez por cadena nacional mientras se apoderaba del Estado pieza a pieza, desde el poder judicial hasta las Fuerzas Armadas. Pronto esta fórmula sería repetida por sus imitadores.
No es todo. Si el dinero socava la pureza del pueblo y si el mercado lo corrompe, se entiende que los populismos combatan la prosperidad más que la escasez, que opongan la santa pobreza a la cultura del crecimiento. Perpetúan así la miseria que dicen combatir.
Los populismos cortan los peldaños de la movilidad social cultivando la prisión identitaria donde domina el conformismo tribal. Los pobres tendrán así que estar orgullosos de su pobreza, garantía de moralidad e identidad. Ascender a clase media, clase “colonial”, sería traicionar el pueblo.
¿Tiene remedio el populismo? Pasar de “pueblo” a “ciudadano” es un camino complejo. Mucho depende de la sociedad civil, de su capacidad para oponer la legalidad a la arbitrariedad, de desmontar las jaulas corporativas y las redes clientelares. La educación y el trabajo son las claves, pero también una cierta dosis de competencia, meritocracia, desburocratización, apertura al mundo: palabras que el populismo odia. ¡Y ya basta con el culto a la pobreza!