Por Hermann Rodríguez O., S.J.
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Alguna vez mi maestro de novicios me contó la historia de uno de los Padres del desierto al que acudían muchos discípulos en busca de una guía para recorrer el camino de la santidad. Uno de los jóvenes buscadores estaba particularmente preocupado por el secreto de la perseverancia; veía que eran muchos los llamados y pocos los que, efectivamente, se mantenían firmes hasta el final de sus días en el camino comenzado. El Abba, como se les solía llamar a estos Padres durante los primeros siglos de la Iglesia, le dijo al joven novicio:
Cuando un hombre sale con su jauría de perros a cazar, va buscando un venado o una liebre entre los montes y los valles. En un momento determinado uno de los perros reconoce con su olfato la presencia de la presa a lo lejos. Sin perder un instante, comienza a correr y a ladrar, señalando el rumbo a los demás perros y al cazador. Los demás perros también corren y ladran, pero no saben, propiamente, detrás de qué van... por eso, cuando aparecen los obstáculos en el camino, se llenan de miedo y dejan de correr. No tienen la culpa, porque, sencillamente, no saben a dónde van, ni qué buscan. Pero el perro que logró olfatear la presa, no tiene inconveniente en superar todas las dificultades que se le presenten en el camino, hasta que llega a atrapar a su presa en compañía de su Señor.
Algo parecido nos pasa en la vida a todos los cristianos. Si no tenemos claro detrás de quién vamos, si nos enredamos haciendo relativo lo absoluto y absoluto lo relativo, terminamos perdiendo el rumbo y olvidando para dónde vamos y qué es lo que buscamos. Allí es donde señala Jesús cuando dice: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío”.
Jesús no nos dice que no queramos a nuestros padres o hijos; faltaba más. Lo que dice es que no se puede querer nada ni a nadie, más que a él. El absoluto es él. Es más, ni siquiera es posible quererse a sí mismo más que a él. Para ser discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a tomar nuestra cruz y seguirlo cada día... tomar nuestra cruz, no la suya, porque la suya ya la llevó él, como bien recuerda don Miguel de Unamuno. Como el perro cazador, debemos tener claro detrás de qué vamos en nuestra vida, para llegar a alcanzar el fin último para el que fuimos creados. Haber experimentado el amor absoluto que les da sentido a todos nuestros amores, sea en el sacerdocio, en la vida religiosa o en la vida matrimonial, es lo único que garantiza que llevemos a feliz término el plan de Dios en nosotros .