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El resurgimiento de lo onírico

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Por Raquel Peláez

No sé si les pasa a ustedes con el teletrabajo, el paro telemático, la escolarización virtual, los grupos de WhatsApp, las cuarentenas traicioneras, los encuentros por Zoom o la que quiera que sea la circunstancia claustrofóbica que haya irrumpido en sus vidas por culpa del Sars-Cov, pero a mí me ocurre que desde que todo está mediado por una pantalla, dominado por el lenguaje escrito, apretujado en canales de comunicación virtuales, me cuesta mucho distinguir lo que he dicho de lo que he pensado, lo que he escrito de lo que he hablado, lo que ha pasado realmente de lo que solo he soñado.

Porque hablando de sueños, desde que empezó el pandemiato, los sueños son cada vez más vívidos y en ellos se me aparecen personas con las que hace mucho que no hablo, en unos casos porque no debo y en otros simplemente porque ya no están. Es más, es como si ahora fuese capaz de aprovechar a tope los momentos oníricos para hacer lo que nunca me atreví cuando tuve la oportunidad. Al principio de todo esto me costaba mucho dormir en aquellas noches siniestramente silenciosas en las que el murmullo de la ciudad viva había desaparecido, pero ahora que ya he normalizado la idea terrible de que cada día haya cantidades intolerables de muertos, no es que duerma mejor pero sí vivo con cierta ilusión el momento de ir a la cama, entrar en fase REM y después viajar por mundos que esta nueva vida nos tiene vetados.

Es como si soñar hubiese reemplazado aquello que antes llamábamos “salir”: emocionarse ante la incertidumbre, encontrarse con desconocidos, exponerse a situaciones inesperadas. Por eso, antes de quedarme dormida, me acurruco entre las sábanas, me regodeo en la suavidad de la tela que plancha mi oreja y esbozo una sonrisa. A veces no se obra la magia y el sueño es solo una continuación de escenas donde también hay pantallas, malentendidos inevitables, tareas que no se cumplen por mi culpa, travesías por el desierto con una cantimplora llamada smartphone.

Pero otras noches hasta disfruto de las pesadillas: una muy recurrente es que vuelo sobre un Madrid nocturno en el que me cuelo a placer en edificios que siempre he querido explorar, por ejemplo, el palacio de Linares, ese casoplón ubicado en Cibeles, y en el que, en la vida real, unos marqueses crueles emparedaron o enterraron –no está muy claro– a su hija Raimunda, quien desde el siglo XIX vaga por sus estancias atrapada a medio camino entre el más acá y el más allá

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