Me resulta difícil creer que la búsqueda frenética del macho de la araña “Latrodectus mactans”, conocida como “Viuda Negra”, por aparearse con la hembra de su especie, sabiendo que puede ser él quien termine “comido” y no al revés, sea un sacrificio típico de un mártir que busca garantizar que la madre de su descendencia esté bien alimentada en el embarazo. ¿Que es probable que sea devorado por la hembra al buscarla? ¡Claro que lo sabe! Pero el macho dirá para sus adentros: “sí, pero ¿y el gustico quién me lo quita?
El Chavo del Ocho decía que: “la venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”, y tenía razón. La búsqueda del “desquite” por algo que te hicieron en el pasado es un peligroso camino que puede conducirte a terminar como el macho de la viuda negra. Pero aquí entre nos: ¿y si por alguna razón o circunstancia el desquite se da sin buscarlo, me van a decir que el saborcito en boca no es mejor que el del “foie gras”?
Menciono dos “inocentes” ejemplos del desquite “involuntario e indeseado”. Recuerdo estando en el colegio que uno de mis compañeros no era de mis humanos favoritos pues su prepotencia y convencimiento injustificado de ser mejor y “más bello” que todos los demás, lo que nos restregaba sistemáticamente, era realmente molesto. Por ser buenas personas y educados, nadie iba a tocarle ni un pelo de su lacia cabellera. El tiempo pasó y eso se quedó así, y ninguno tuvo una vida desdichada por su culpa. Hace poco vi al otrora adonis, con una singular calvicie. Pero no la calvicie digna, elegante y contundente de otros de mis compañeros que están sin un solo pelo, ¡no! Es dueño de una calvicie mediocre, o mejor, a “mitad de cabeza” como la “coleta china” usada en la dinastía Qing, en la que se afeitaba toda la cabeza menos la parte posterior. ¿Para qué voy a negar el sublime airecito con olor a croissant recién horneado del Boulevard Saint-Germain que se sentía en mis pulmones?
Como olvidar de mi adolescencia a esa hermosísima vecina, una de la larga e interminable lista de mujeres inalcanzables de las que no soy digno por feo y pobre, que además de su desprecio por mi evidente interés, se burlaba de quien escribe esta “inocente columna”, porque mi bicicleta de un extraño color azul, un segundazo funcional pero digno que nos regaló uno de mis primos pudientes, no se comparaba con la moderna bicicleta importada de la diva de la cuadra que tanto hizo sufrir a mi inocente corazón. El tiempo pasó y eso se quedó así, y tampoco fui desdichado por ello. Después de tantos años debe estar destartalada, oxidada, vieja, fea, descobalada y estorbando por ahí. Hablo de la dueña de la bicicleta.
¿Que me voy a condenar? ¡Claro que lo sé! Pero ¿y el gustico quién me lo quita?