En una era donde la fidelidad se expone blindada por cristales antibalas junto a la piedra Rossetta y la Gioconda, donde las parejas de toda la vida son una especie a extinguir y la constante de nuestras vidas es zapear de un lado a otro sin detenernos a paladear las cosas instrascendentes –quizá las realmente importantes– solo nos mantenemos anclados a nuestro equipo de fútbol desde la cuna. Algunos hasta cambian de fe y de confesión por el camino. En esta era donde todo va tan rápido, forzados a una adaptación permanente cada semana, con actualizaciones constantes en nuestros trabajos, hábitos y creencias, a veces parece que quienes se resisten a cambiar son momias o simplemente locos. No es de extrañar que, con estos frenéticos ritmos que guían nuestras vidas cual diapasón sincopado, hoy pensemos una cosa y mañana la contraria. La política no es ajena a esta realidad. De hecho, son los políticos, en su afán por mantenernos a todos en una permanente campaña electoral que les demuestre imprescindibles en nuestras vidas, quienes alimentan este permanente enfrentamiento de bloques y el cambio constante de planteamientos. Como charlatanes de feria, su afán no es otro que mantenernos pendientes de sus cuitas, en vez de buscar el interés general, que no es una quimera por muchos que algunos se empeñen.
La prueba más palpable de la desorientación que genera esta mercadería constante de votos la tenemos en España. Aunque no seamos una excepción –no hay más que ver la que tienen liada en EE. UU. con Trump, en Reino Unido con el Brexit y otras elecciones al caer y en países donde la política no permite ya más que el estancamiento, como Italia– lo cierto es que el resultado electoral del pasado domingo nos muestra algunas lecciones de nuestra irresponsabilidad como votantes.
En apenas seis meses, el único partido de centro de España, que aspiraba en abril a sobrepasar a los conservadores del PP y convertirse en segunda fuerza política, ha desaparecido prácticamente del mapa. La debacle ha sido tal que su líder se ha visto forzado a dimitir. En apenas seis meses, el Partido Socialista de Pedro Sánchez, que llegó al poder gracias a una moción de censura contra el centro-derecha del PP apoyado en separatistas y podemitas chavistas y que ganó las elecciones de abril pasado sin mayorías, se ha dejado casi un millón de votos.
Sánchez, quien se las prometía muy felices creyendo que los podemitas chavistas se echarían en sus brazos en esta especie de segunda vuelta, tratará ahora de formar Gobierno en peores circunstancias. La atomización es tal que hasta un partido provincial ha logrado un escaño en el Congreso con poco más de 8.000 votos. Un Congreso en el que hay 16 partidos con intereses contrapuestos y donde lograr acuerdos resulta un sudoku chino.
En apenas seis meses, el hundido PP que parecía abocado a desaparecer se ha recuperado y ya está en condiciones de competir por el poder de nuevo mientras que la ultraderecha de Vox se ha convertido en tercera fuerza. Por ahora, porque si el pacto Frankenstein (socialistas, chavistas y separatistas) no cuaja, estamos ante otras elecciones en primavera. Y ahí cualquier cosa es posible. ¿Mejor el desgobierno que un mal gobierno? A saber.