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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

Publicado

El valor de la aventura

A veces se le ocurre a uno pensar que la causa del deterioro que se advierte en la sociedad, en el país, dentro de una familia o en el marco de lo autobiográfico, es que se ha ido perdiendo el sentido de la aventura. Que se ha olvidado lo tonificante que es para uno y para los que lo rodean vibrar con un ideal, soñar con que mañana puede empezar una nueva vida, una nueva aventura.

De muy jóvenes -y lo digo sin nostalgia porque siempre he creído que eso de que todo tiempo pasado fue mejor es pura mentira- muchos de mi generación y también lo hicieron los de las anteriores, nos embarcábamos con frenesí en la lectura de libros de aventuras. Las dulces torturas de la adolescencia se apaciguaban leyendo a Julio Verne o Emilio Salgari y otros novelistas clásicos del género. La pasión por la aventura anidó en medio de la confusa conciencia de que nunca podríamos hacernos a la mar o ser espadachines, o lanzarnos por los caminos del mundo. Pero identificados con los héroes, quedó generalmente satisfecha la fiebre.

Otros, más valientes, se fueron y triunfaron o fracasaron pero lograron de alguna manera la aureola de aventureros. Como sea, sabíamos que la aventura tenía un valor, que era acicate para conjurar la apatía y la inercia. Los medios fríos, de que hablaba Mcluhan, como la televisión, amodorraron las urgencias soñadoras y sin darse cuenta la juventud perdió parte de su esencia: la aventura.

O cambió los valores y se dedicó a otras cosas que sustituyeron la aventura, como la guerrilla, por ejemplo, donde todavía convivían el ideal y la emoción por lo desconocido. Posteriormente, cuando hasta eso se volvió aguas de borrajas, perdidos ya los valores y los frenos, la aventura fue para algunos simplemente la búsqueda del enriquecimiento fácil a través de una versión perversa de la aventura: el narcotráfico, la delincuencia, la corrupción. Así llegamos a la desoladora situación de un pueblo acobardado, amorcillado en un destino sin horizontes. Sin aventuras.

Habría que recuperar el valor de la aventura. Sería una forma de restaurar la esperanza. Porque la misma palabra aventura tiene una connotación de futuro. Adventurum en latín, es lo que está por venir. Lo que hay que descubrir. Le meta, desconocida, que aguijonea al caminante. Pero desde un ideal cargado de valores. Es la gran enseñanza de Don Quijote. El caballero andante se lanza, impulsado por la necesidad de aventuras a realizar hazañas. Y a desfacer entuertos y combatir endriagos.

Hay que romper el apelmazamiento vital que se nota a primera vista en nuestra sociedad. Mostrar nuevos horizontes, nuevas conquistas. Gastarse en bien de una causa noble. Es también otra forma de torcerle el pescuezo al egoísmo que nos ahoga. Triste un pueblo aconchado, que no piensa sino en su comodidad inmediata, que le segó las fuentes al soñar de las aventuras.

P.D “La aventura es un camino. La aventura real y autodeterminada, automotivada y a menudo riesgosa te fuerza a tener encuentros en carne propia con el mundo. El mundo tal como es, no como te lo imaginas. Tu cuerpo va a chocar con la tierra y tú serás testigo de eso. De esta manera te verás obligado a lidiar con la bondad ilimitada y la crueldad insondable de la humanidad y quizás te darás cuenta de que tú mismo eres capaz de ambas. Esto te cambiará. Nada será blanco y negro nuevamente,

Merk Jenkinns

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