Por ALBERTO BARRERA TYSZKA
No es casual que en la primera declaración de la autoridad, después del tiroteo ocurrido el 10 de enero en el Colegio Cervantes en Torreón —una ciudad de Coahuila, México— se señale la “influencia” de un videojuego como probable origen del crimen. Así lo dijo Miguel Ángel Riquelme, gobernador del estado, tras confirmar que un alumno menor de edad había disparado en su escuela, asesinando a su maestra, hiriendo a varios estudiantes, a un profesor y quitándose finalmente la vida él mismo. Con bastante frecuencia, el entretenimiento audiovisual funciona rápidamente como un culpable ideal de la violencia en nuestras sociedades.
Por supuesto que los juegos de video afectan la sensibilidad, el pensamiento y la conducta de quienes los juegan. Como cualquier ficción audiovisual masificada —como una telenovela, una narcoserie o una película pornográfica—, tienen un peso cultural, proponen y posponen unos valores determinados, fomentan versiones del mundo, alientan comportamientos. Pero son parte del problema, no su causa.
Para el poder, sin embargo, las imágenes de una pantalla pueden convertirse velozmente en un argumento muy eficaz: simplifica lo que ocurre, desvía la noticia y logra en más de una ocasión trasladar su responsabilidad a otro lugar, a un espacio animado y mágico que puede encarnar al mal. Es mejor afirmar que un niño de once años asesina a su maestra, hiere a seis personas y luego se mata, buscando “recrear” un videojuego que entrar y enfrenta la enmarañada y difícil realidad en la que este niño ha vivido.
Algo similar también ocurre con las llamadas narcoseries. Es un caso que ya tiene una tradición. Desde hace décadas, se comenzó a acusar a las telenovelas tradicionales de distribuir una visión estereotipada del mundo, reafirmando el clasismo, el racismo y el machismo de la sociedad, reproduciendo los valores de la élite... Y todo esto era cierto. Pero la tecnología, de pronto, produjo una revolución impensable y les quitó el poder a las grandes empresa de televisión abierta y se lo dio a los usuarios. Finalmente, la democracia comunicacional llegó, no es una victoria ciudadana frente a las grandes corporaciones o frente a la tiranía del rating, sino por la vía de la gratuidad tecnológica. Así, de pronto, lo instantáneo se hizo permanente. La vida viralizada propuso un nuevo orden. A estas alturas, en tiempos de internet y de las nuevas plataformas, es imposible seguir analizando la industria audiovisual como si fuera un enemigo externo, una enorme fuerza extraterrestre, capaz de controlar, a su antojo y a la distancia, la voluntad de los usuarios.
Responsabilizar a los videojuegos y las narcoseries del problema de la delincuencia y de la inseguridad es tan absurdo como ridículo. Supone escamotear la trágica realidad que viven nuestros países —en México, más de noventa personas fueron asesinadas al día en 2019—, signados además por la impunidad, por la fragilidad institucional. Pero, en este contexto, tiene un peso y una responsabilidad construir una historia televisiva donde un psicópata asesino, que transgrede la ley en cada paso, es el héroe, el hombre latinoamericano que realmente triunfa. Creer que eso no fluye e influye en el imaginario de la población también es absurdo y ridículo. Pero nada de esto puede convertir a un relato televisivo en la explicación del problema. La famosa serie El señor de los cielos no es el origen del Cártel de Sinaloa.
La culpa no está en los videos. Ciertamente, la ficción puede cambiar, mejorar. Y sin duda que, sin olvidar la condición catártica y el efecto emocional —sin perder el humor y la tensión— hay que inventar videojuegos distintos, producir otro tipo de narcoseries, crear una nueva pornografía. Ese también es parte del desafío. Pero, más allá de esto, ninguna autoridad ni ningún individuo pueden escudarse en una narrativa o en una pantalla para eludir sus responsabilidades. Ninguna ficción audiovisual puede justificar la ausencia del Estado cumpliendo su deber en términos de seguridad, de control de armas, de protección, de asistencia social y de apoyo educativo. No se puede tapar la realidad con un videojuego.