En la novela Frankenstein, la escritora Mary Shelley nos muestra el desarrollo científico en su aspecto más perverso, donde todo vale por controlar la voluntad del prójimo hasta dejarlo convertido en un monstruo cosido a trozos. Eso es lo que intentaron conseguir los servicios de inteligencia norteamericanos durante la Guerra Fría; un monstruo que ejerciera su dominio sobre la voluntad de sus enemigos. Persiguiendo el mito de Frankenstein, se puso en práctica el lavado de cerebro. Para ello, se reclutó a científicos que fueron considerados “expertos lavanderos”; hombres de ciencia que van a buscar sin éxito a un asesino con el que experimentar hasta controlar su mente.
Al presunto asesino se le designa con el nombre de Candidato de Manchuria, haciendo alusión al título de la novela de Richard Condon; una intriga política donde al protagonista se le lava el cerebro con la intención de convertirle en agente infiltrado. Para escribir la novela, Richard Condon se sirvió de la confidencia que le hizo un agente de la CIA cuando contó que algunos soldados norteamericanos sufrían amnesia tras ser hechos prisioneros “en algún lugar de Manchuria”, durante la guerra de Corea (1950-1953).
El director de la CIA de entonces, Allen Dulles, interesado por las técnicas de lavado de cerebro practicadas por el bloque enemigo, decidió hacerse con el secreto y se puso en contacto con el famoso neurólogo Harold Wolff, un científico reconocido por sus estudios acerca de las causas que determinan la migraña. Wolff será el director de un proyecto de investigación que vendrá bendecido desde la Casa Blanca. Ocurrió a finales de 1953.
El informe de tales investigaciones se desclasificaría con el tiempo y, con ello, se evidenció que el lavado de cerebro no se practicaba con ayuda de drogas y menos aún con descargas eléctricas. El lavado de cerebro se practicaba mediante el interrogatorio policial.
La presión psicológica incentivada por el castigo físico conseguía que el prisionero tuviese conciencia de su aislamiento. Ese era el primer paso: privar al detenido de cualquier signo de ayuda exterior. Tras un mes y medio de tortura, daban comienzo los interrogatorios. La angustia kafkiana, provocada por el proceso, minaba al cautivo de tal manera que no le quedaba otra que reconocer su culpabilidad para terminar lo antes posible con todo aquello.
Estas –y muchas otras cosas– las cuenta el que fuera asesor de los servicios de inteligencia norteamericano, John D. Marks en su libro En busca del Candidato de Manchuria, (en castellano, editorial Valdemar).
Se trata de un extenso trabajo documentado al detalle acerca de la relación –un tanto friki– de la ciencia y los servicios secretos norteamericanos durante la Guerra Fría. Según nos cuenta este libro, hubo verdaderos disparates. Uno de ellos fue el intento de dañar psicológicamente a Fidel Castro, utilizando un veneno que provocase la caída de su barba y, con ello, un bajón en el estado de ánimo.
Son muchas las preguntas que nos podemos hacer. La primera, cuál es el motivo de tanto despilfarro de recursos científicos para promover investigaciones absurdas. Tal vez la respuesta esté en Frankenstein, donde Mary Shelley fabula acerca del aspecto más enfermo del ser humano, el de controlar la voluntad del prójimo.