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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

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En el principio fue la soledad

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Es bueno situarse en un recodo de la vida y mirar, observar, indagar, preguntar el porqué de las cosas. Viejo oficio de filósofo callejero, con bordón y los zapatos gastados, metido en la corriente de la vida. Cada paso que golpea el piso es una interrogación, cada roce con la tierra es una verdad descubierta. Lejos de los esquemas mentales, sin más norte ni guía que este horizonte que uno va descubriendo a medida que avanza.

Eso es: ser un descubridor, no un conquistador. No destrozar las cosas, sino descubrirlas, renacerlas, recrearlas. Hacerlas de uno, meterlas dentro de uno, vivirlas dentro de uno. Pero sin aprisionarlas, sin sojuzgarlas. Dejarlas libres, limpias, vírgenes, desnudas. Menester casi divino. Mirar, contemplar y aceptar el asombro. Ser sementera, dejarse sembrar la vida en el alma.

Es una forma de serenidad. Vivir expectante, abierto, listo para el milagro. Así estoy ahora, al final del insomnio, esperando la aurora. Hasta que oigo el sonido ya familiar, que penetra por debajo de la puerta, subrepticiamente, con esa cándida timidez que impregna todas las cosas al amanecer. Ha llegado el compañero de todos días. Ya no toca la puerta, ha cogido confianza. Entra como Pedro por su casa. Después de todo es él quien anuncia el comienzo del día. Con él comienza la vida. O comenzaba, mejor dicho.

Por eso hoy, a un mes largo después del Día del Periodista, me pregunto, mientras espero que llegue el periódico impreso, qué extraño encanto tienen estas hojas de papel que se precipitan diariamente a conquistar el mundo, a apoderarse del reino de los hombres. Los teóricos de la comunicación no hablan de la soledad, pero ella impregna todo el proceso.

La comunicación es, en el fondo, un forcejeo por romper la condición de solitario que afecta el ser humano. El hombre no es, simplemente, un animal social. Es un animal solitario que ve en la comunicación una tabla de salvación. Fue ella la que impulsó el hombre primitivo a emitir sonidos, a lograr que esos sonidos se convirtieran en lenguaje, que ese lenguaje se enhebrara sintácticamente en frases y expresiones.

Los matices de la soledad que se rompe dan colorido, intención, ritmo, cadencia y caricia a la palabra. No hay comunicación sin una soledad previa. Lo contrario de la palabra no es el silencio, sino la soledad. Soledad es incomunicación.

¿Por qué me brota esta filosofía elemental ahora, mientras el día sigue amaneciendo de entre las páginas abiertas de este periódico que leo con avidez? Hay silencio alrededor, el silencio de la aurora. Pero no estoy solo. El periódico ha hecho el milagro de resquebrajar la soledad. Seguramente el grupo de personas que hay detrás de la elaboración de un diario no sean conscientes de ello. Acosados por las noticias que como sabuesos persiguen en todo momento; ametrallados, al menos en el pasado, por los teletipos y el tecletear de las máquinas de escribir (hoy por el silencioso ballet de los dedos en el computador), o perdidos entre el galope de las rotativas que pujan como corceles, tal vez nunca piensen en este momento en el que en la soledad del lector se abre el fruto de su trabajo.

Leer el periódico es una manera de romper los barrotes de la soledad. .

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