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En la muerte de Hans Küng

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Por Juan G. Bedoya

Pese a morir sin el título de “teólogo católico”, que el Vaticano le retiró con gran parafernalia en 1979, Hans Küng es, sin duda, el teólogo católico más importante de la Iglesia romana contemporánea. Uso la palabra “católico” en su origen griego, es decir, katholikos, que significa “universal”. Nadie, salvo el Papa, ha tenido más voz en el cristianismo romano que este intelectual suizo, cuyas obras, traducidas a medio centenar de idiomas, han sido leídas en todo el mundo. Había nacido en Sursee (Suiza) en 1928; fue profesor de Teología en la Universidad de Tubinga (Alemania); marcó con sus primeros escritos la agenda reformista del Concilio Vaticano II (1962-1965), y deslumbró a Juan XXIII, que lo protegió como el más “joven teólogo rebelde” del Concilio, junto al ahora emérito Benedicto XVI. Tras la muerte del Papa Juan en 1963, Roma y Küng sostuvieron tempestuosos desencuentros de resonancia mundial. Finalmente, fue castigado a no poder usar el título de “teólogo católico”.

Sobre la fama de Küng como teólogo católico caben pocas discusiones. Pongo por testigo a su antiguo amigo y compañero de cátedra en Tubinga, Ratzinger, de su misma edad. Lo dice el ahora papa emérito en su biografía definitiva, “Benedicto XVI. Una vida”, que se acaba de publicar en España. Son muchas las justificaciones que Ratzinger expone para explicar las execraciones que impuso a su colega, pero ninguna tan sorprendente como la de la universalidad del castigado. Si exceptuamos a los Papas, dijo Benedicto XVI hace dos años, ninguna otra persona en la Iglesia ha tenido a su alcance más medios para ser escuchada.

Sea como fuere, Hans Küng ha muerto sin haber recuperado el título de “teólogo católico”. Parecía que Francisco iba a devolvérselo, y se cruzaron cartas muy elogiosas y amistosas al comienzo del pontificado del cardenal argentino, hace ocho años, pero, como suele decirse, Roma locuta, causa finita est, es decir, en traducción libre, lo que un Papa da por terminado, no lo desmiente su sucesor. Que el Vaticano se haya negado a rehabilitar a Küng es un baldón que tendrá que soportar por siglos, porque muchas de las reformas emprendidas por la Iglesia a partir del Vaticano II tuvieron como inspiradores al teólogo suizo, y al alemán Ratzinger, ambos llamados por Juan XXIII para ejercer de “peritos” (ese era el nombre) de los obispos. Apenas superaban los 30 años.

Los artículos de Hans Küng se han publicado en los mejores periódicos del mundo y han sido una guía para el catolicismo progresista. Su repercusión era siempre notable. Lo mismo sucedió con el apoyo de la ONU a su programa para una Ética Mundial, que Francisco asume ahora. Küng lo expresa así: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; no habrá diálogo entre las religiones si no se investigan los fundamentos de las religiones”. En esa idea, escribió tres libros fundamentales sobre la historia de 30 siglos de judaísmo, la historia de 20 siglos de cristianismo y la historia de 14 siglos de islamismo, una trilogía en la que muestra que las tres religiones que parten de Abraham han atravesado por cambios trascendentales, pero con un origen de grandes tensiones: la relación con su paradigma medieval, que sigue existiendo paralelamente al de la modernidad.

Las obras de Hans Küng son enciclopédicas. Sería temerario subrayar alguna. Si me fijo en la publicada en España en 1975 con el título Ser cristiano es porque, cuando Juan Pablo II corrigió en 1999 las ideas tradicionales sobre el más allá, afirmando que ni el cielo ni el infierno son un lugar físico, sino algo así como estados de ánimo, se comprobó que eso, casi con esas palabras, lo había escrito Küng en aquel libro. ¿Qué pensó entonces el teólogo suizo? Que una y otra vez, en Roma, se acaban tomando ideas de autores a los que no se cita. Salvo excepciones, los grandes teólogos son personas perseguidas o marginadas. Es como si, por repensar a Dios, hubiera que sufrir. Lo curioso es que, por lo general, suelen conservarse los nombres de los teólogos perseguidos más que los de sus perseguidores. Con él desaparece uno de los ejemplos

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