Ha culminado un año muy difícil y lleno de lontananzas durante el cual el dolor, la tragedia y los abismos sociales, han llegado a profundidades insondables e inesperadas; por doquier la muerte y el sufrimiento se han paseado a sus anchas y el género humano, con pavura, ha vivido uno de sus peores momentos a lo largo de toda la historia. La pandemia ha arruinado la economía mundial, aunque unos pocos mercaderes y transnacionales –que llenaron sus bolsas y ahora están exhaustos– se han lucrado de la congoja colectiva y poco han hecho para apoyar a los centenares de millones de hambrientos, que deambulan por las veredas.
También los ecosistemas han proferido sus gritos silenciosos y han dicho que esta carrera loca por las cosas materiales, el lucro y las ganancias, tiene que parar ya, antes de que la tierra termine convertida en una bola de fuego como lo predijo el científico Stephen Hawking. Es una advertencia muy severa a los mercachifles neoliberales y a todos los individuos para que no pisoteen más el tapete verde del planeta; para que cuiden la capa de ozono y no envenenen el aire y las fuentes de agua. La naturaleza toda les está diciendo que, si no se detienen, no habrá más noches estrelladas ni luciérnagas somnolientas; los pájaros ya no cantarán al llegar las mañanas porque se les privó del oxígeno y la vida; y las auroras huirán para que la oscuridad presida el reinado de lo desconocido.
Por supuesto, no habrá más nacimientos ni tampoco adioses, porque la especie será borrada de un plumazo y esta canica contaminada, estallará en millones de partículas diminutas cuyos restos se perderán en el océano cósmico. Ese, pues, es el destino que le espera al hombre sobre la faz de este astro si no reacciona a tiempo y direcciona la evolución de la especie con ideales muy distintos a los actuales; al respecto, no es necesario proferir más llamados o escribir nuevos mensajes, porque todo está ya dicho y los hechos, de manera tozuda, pregonan ese evidente ocaso para que no se crea que se trata de quejidos de aves de mal agüero.
Sin embargo, para dejar a un lado el reinado de las sombras y permitir que afloren los afectos y los sentimientos –en lugar del análisis frío propio de la razón–, máxime que estamos al inicio de un nuevo año, se debe recordar que a lo largo de la gesta humana siempre ha habido épocas de pestes y de ausencia de ellas, de guerras sangrientas y de periodos de paz, de catástrofes naturales espantosas y de quietud de la madre naturaleza; de desesperos y llantos, pero también de sueños y nuevos amaneceres, etc. Los contrastes matutinos son la prédica de nuestra existencia, aunque ahora ellos se expresan en medio de abismos y laberintos que anuncian el no retorno.
Por eso, después de la tormenta de hoy y si los amos del planeta lo dejan vivir y no terminan de aniquilarlo con su guante venenoso, deben esperarse mejores tiempos que podrán disfrutar nuestros hijos y nietos quienes, si entonces no han olvidado a los grandes cultores del idioma, podrán repetir con Miguel de Cervantes Saavedra –recordado estos días por un colega a través de una de las redes sociales–, en el capítulo 18 de la primera parte, como reflexión de Don Quijote dirigida a Sancho, después de que al primero lo atropellaran dos rebaños de carneros y ovejas –¡que no eran guerreros!–: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca" (“El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, Madrid, Espasa Calpe, 2004, pág. 136)