Por david e. santos gómez
Aún con los niveles insoportables de violencia e injusticia en los que vive Colombia, de maltrato gubernamental y de corrupción, de elitismo político y falta de empatía con la mayoría trabajadora y humilde; las últimas semanas han significado para el país un tránsito desgarrador por la realidad. Nos hemos visto todos las caras de desconsuelo ante los desaciertos de un presidente -y sus ministros- que parecen ir de ensayos con una nación que apenas se sostiene por la terquedad de los que la habitan.
A las decisiones erradas que acumula la Casa de Nariño se le suman, vomitivas, las respuestas de un oficialismo insolente. Sus intentos de justificar lo injustificable. De los pasillos de la Presidencia a las sillas del Congreso. Son capaces de todo para defender el poder, incluso de acusar con el dedo de sangre a unos niños que ya muertos, bombardeados, sufrieron la violencia de la delincuencia primero y del Estado después.
Y luego -o antes o en el medio- la desconexión de un gabinete que piensa que hay que apretar más al que trabaja, limitar salarios o aumentar impuestos, dificultar la educación, ser tacaños con el presupuesto de la ciencia y atacar a los pensionados.
Pero, aunque este país que nos tocó pareciera superar sus propios límites de individualismo e indolencia, hay momentos de hartazgo. Minutos insoportables en los que la rabia da para mucho más que la queja al aire. Días en los que hay que marchar.
El uribismo ya se puso alerta. Sabe que lo del 21 de noviembre será masivo y ha salido con la patética excusa de fuerzas extranjeras detrás de la movilización. Fuerzas “anarquistas” y “violentas”. Tan risible toda su argumentación como las peroratas de Nicolás Maduro que acusa de los males venezolanos al imperialismo yanqui. La verdad es que no son necesarias las manipulaciones internacionales cuando la gente tiene el agua al cuello. Por eso son tan ridículas y forzadas las explicaciones del chavismo como las que acá sostiene el Centro Democrático.
Colombia, a diferencia del vecindario, no es un país de marchas. Somos una nación adormilada. El 21 será un buen momento para cambiar la tradición. Hacer de la caminata un grito, pacífico pero contundente, que le demuestre a este Gobierno que es impopular y que debe modificar el rumbo. Parece que aún no entienden, viejo, de qué es de lo que estamos hablando.