Si mal no recuerdo, fue Julio Cortázar quien dijo que cuando uno compraba un reloj, por ejemplo, el que se beneficiaba no era su dueño con las virtudes del objeto, sino el mismo objeto porque a partir de ese momento alguien empezaría a prestarle atención: lo miraría, lo cuidaría, lo alimentaría de curiosos mimos.
Si hacemos un ligero inventario por la vida de cada uno, nos daremos cuenta de que al menos un objeto ha dejado de ser inerte y frío para empezar a ser un miembro entrañable de la familia. Fácilmente en un recorrido por las fotos familiares podemos decirle a alguien: él es Pedro, mi primo genio; ella es Juana, la tía loca que se fugó con un monje; o este es el inolvidable: Garbancito o Pichirilo en su primer viaje a la costa, no sé. Así como se enumeran personas también el ser humano es capaz de enumerar esos objetos inolvidables que han estado a lo largo de la vida como fieles amigos.
Todo esto está muy bien, y hasta hace poco no le veía nada raro al inofensivo gesto de nombrar las cosas. Incluso me parecían cuerdos los diálogos largos por las carreteras con mi entrañable Rayuela, como le puse a mi Vespa negra que ha estado conmigo hace años. Pero las cosas cambiaron. Ahora tengo cierta indiferencia con los objetos y he dejado de hablarle a Rayuela. Desde luego, ella lo ha notado y también ha sentado su voz de protesta. Ya no prende con la misma facilidad y podría jurar que me lleva a mi destino de mala gana.
No culparía si quienes leen esta columna suponen que estoy loco; por eso remitiré a los lectores a dos historias que hacen que miremos los objetos con cierta extrañeza. La primera es de Carlos Fuentes, se llama “Chac Mool”; en ella una estatuilla de una deidad indígena mexicana comprada por Filiberto, después de recibir el sol y la cantidad de agua suficiente, empieza a transformarse hasta el punto de “humanizarse”. La historia evoluciona de manera sorprendente y el final es magistral. Todavía me resuena en la cabeza la siguiente frase: “El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo que nunca he debido mandar, solo puedo doblegarme”.
La otra historia es de César Aira, se llama “El carrito”. En esta el objeto mismo, que ya descubrirán apenas recorran las dos páginas del cuento, logra al fin decir lo que a lo largo de un tiempo ha pensado o “sentido” después de canalizar las vanas esperanzas de su interlocutor. La última frase es memorable; no la diré porque, de lo contrario, perdería cualquier gracia. Bastarán estas dos historias para que el lector termine de comprender lo que quise decir en tan poco espacio. Ahora, si me permiten, debo dejarlos, la cafetera me está llamando