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Humberto Montero
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¡Espartanos, Nadal es el más grande!

Por humberto montero

hmontero@larazon.es

En el deporte, como en la vida, la perseverancia lo es todo. Con veintiocho años un servidor apenas lograba mantenerse a flote en el borde de una piscina olímpica. Después de toda una vida veraneando en las costas gélidas del mar Cantábrico, donde las olas y la brisa no facilitan precisamente el aprendizaje y de donde salieron bravos marinos para la historia como Elcano o Blas de Lezo, me encontraba entre la espada y la pared: comerme el orgullo y aprender a nadar junto a un puñado de abuelitas encantadoras entradas en carnes o padecer la vergüenza de ver cómo otros enseñaban a bracear a mis hijos. Ni corto ni perezoso me lancé al agua con un cinturón de corcho a la cintura y, poco a poco, logré dar mis primeros pasos acuáticos. Hoy, más de veinte años después, nado a diario un kilómetro alternando todos los estilos, menos la mariposa, que no está uno para muchos trotes. Igual me ocurrió con la bici. De chaval, mientras en mi pandilla andaban todos con bicicletas de carrera, con marchas, yo pedaleaba con una heredada de mis hermanas mayores que pesaba arrobas. Juraría que fue fundida en plomo en los avernos de Mordor, lo que me hacía padecer como no se imaginan al sillín. Hoy, con tesón y horas pedaleando, subo cuestas que nunca soñé y aspiro a progresar cada día, tanto en la bicicleta como en la piscina, pues solo así encuentro el equilibrio y la armonía.

Ese “mens sana in corpore sano” es una de las mayores verdades de la vida. Ahora, además, la ciencia ha demostrado la cita romana: el deporte genera endorfinas y cortisol que nos hacen más resistentes a las enfermedades y más felices.

Viene todo esto a cuento de la épica victoria del tenista Rafa Nadal, quien ha logrado su vigésimo primer “grand slam” tras derrotar al ruso Daniil Medvedev, número dos del mundo, en la agónica final del Abierto de Australia. Como puede ocurrir que aún quede algún despistado que no sepa de lo que hablo lo explicaré de otra forma: Nadal es el primer tenista de la historia que suma veintiún grandes títulos (Roland Garros, en tierra batida; Wimbledon, en tierra; y el Open USA y Australia, en pista dura). Ha deshecho, por ahora, el empate que lo igualaba al suizo Roger Federer y al serbio Novak Djokovic, ambos con veinte grandes. Se trata de un logro forjado a los treinta y cinco años, diez más que su oponente en la final austral, y tras un año de suplicios, entre las lesiones y el covid.

Como uno le daba también a la raqueta —por cierto, el deporte que mejor se me ha dado, de lejos—, sé lo que es estar cinco horas jugando al tenis y el tenue límite que separa la victoria del fracaso en una disciplina donde el éxito se mide por momentos, milímetros y un giro leve de muñeca. Ganar veintiún grandes en todas las superficies para alguien a quien muchos entendidos auguraban una corta carrera fiada al físico es doblemente encomiable. Nadal no es el más grande por su portentosa capacidad de sufrimiento, tampoco por su mentalidad luchadora. Ni siquiera es el más grande por su calidad ni su entrega cada día. Lo explican sus mayores rivales. “Tu increíble ética de trabajo, la dedicación y el espíritu de lucha son una inspiración para mí y para muchos otros en todo el mundo. Me enorgullece compartir esta era contigo y me honra jugar un papel en empujarte para conseguir más. Como tú hiciste conmigo durante los últimos dieciocho años”, escribió Federer en Instagram en cuanto Nadal levantó el título. Más comedido, Djokovic también calificó de increíble el triunfo del tenista español, del que glosó el “espíritu de lucha”.

¿Pero saben qué hace el más grande a Nadal? Su sencillez, su humanidad, su caballerosidad y su profesionalidad. ¿Saben qué hizo nada más entrar en el vestuario? ¿Descorchar champán? ¿Pegarse una fiesta con su equipo? No, se puso a pedalear un buen rato en una bici estática comentando el partido con sus entrenadores. Espartano, metódico, estoico y comedido. Sobre todo, en la victoria. Como si nada 

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