Colombia nació entre muertes. No tanto entre libros, como lo sostiene para el caso de América Germán Arciniegas. Parecería que aquí desde los tiempos de Guttemberg solo circularan con más éxito editorial los libros de violencia. Esta ha sido tema reiterativo y de abundantes interpretaciones. Y que no han servido como lección para aprender y rectificar, sino para persistir trasegando los tortuosos caminos de genocidios.
Desde la Conquista, españoles e indios se mataban. Luego la muerte seguía rondando en la Colonia, con su revolución comunera. Más tarde la Independencia con batallas domésticas entre federalistas y centralistas, agarró con los pantalones caídos a nuestros héroes para que Morillo y Sámano les cortaran las cabezas. Posteriormente la formación de la República fue escrita con el fuego de las guerras civiles. A mediados del siglo XX bandoleros liberales y las contrachusmas conservadoras sirvieron de cuna a las guerrillas, al paramilitarismo, a los carteles de narcotraficantes, para multiplicar magnicidios y masacres. Hoy grupos subversivos y bandas criminales reviven las épocas oscuras de las masacres.
Se creyó ingenuamente que con la firma de paz con las Farc, la reconciliación cubriría el territorio nacional. Que el Estado ocuparía la parte de país dejada por los violentos. Por cuenta del leguleyismo cortesano se bajó la guardia para combatir los cultivos ilícitos, combustible de guerra para los grupos criminales. La culebra siguió viva. No se mató por la cabeza. Firmaron acuerdos de reconciliación en medio de la fanfarria y euforia gobiernista subestimando la marrullería subversiva. Esta, contraparte del Estado, dejó muchas cartas guardadas en sus mangas. Entre ellas las de lanzar mentiras y verdades a medias. Cómo habrán sido de sesgadas sus afirmaciones que hasta Human Rigths Watch las califica de “falsas, vergonzosas e insostenibles”. Aun se resisten a reparar, no solo con sus dineros mal habidos a sus víctimas, sino en decir la verdad completa, para que la reconciliación y la no repetición sean creíbles. Mientras acomodan sus versiones, viudas y huérfanos de sus crímenes, lloran sin saber qué fue de sus seres queridos muertos y desaparecidos por la subversión.
La violencia persiste. Hace pocos días fueron asesinados en dos matanzas consecutivas, diez jóvenes en el Cauca. Caen líderes sociales, defensores de tierras, así como hombres seguramente arrepentidos de su mala vida pasada, pero con deudas vivas, contraídas por haber asesinado a gentes de sus pueblos. El revanchismo no está ausente de las tragedias. La lucha por el control de las economías ilegales, coca y oro, contribuye a agudizar los crímenes y vendettas. El sicariato no escasea. Las desapariciones forzadas no paran. Cerca de 600 personas borradas del mapa en lo que va corrido desde la firma del pacto Santos-Timochenko en el teatro Colón, cálculo de Medicina Legal. Sostiene la Cruz Roja que a partir de la firma del acuerdo habanero el fenómeno de muertes se ha agudizado. Centenares de víctimas en fosas comunes, sin justicia alguna que condene.
Si Lucho Vergara cantaba el bambuco “estas ganas de vivir cantado”, y Gerardo Arellano el “hay que sacar al diablo”, en el país la delincuencia tiene su propia melodía: “estas ganas de vivir matando”.