Por david e. santos gómez
El último exabrupto de Donald Trump, en el que pidió a cuatro mujeres congresistas “regresar a los países de donde vinieron”, revivió la polémica sobre el racismo del presidente de EE. UU. Los republicanos, atontados por los dichos indefendibles de su jefe, trataron de esquivar responsabilidades con eufemismos que no van a ningún lado. Los demócratas, divididos entre viejos políticos y nuevas fuerzas de izquierda, intentaron cerrar filas en torno a sus representantes. Las afectadas -más inteligentes- reconocieron en el insulto un intento para desviar la atención de lo fundamental: las discusiones que se adelantan en Washington sobre el salario mínimo y la salud.
Trump juega la carta de la distracción de manera meticulosa. Sus insultos son cuidadosamente pensados y dirigidos, aunque parezcan resultado de rabietas espontáneas. Lo ha hecho siempre de esta manera. Cuando dijo que los mexicanos eran violadores o que los musulmanes no podrían entrar a su país. Cuando equiparó a los grupos de supremacía blanca con aquellos que se manifestaban en su contra en Charlottesville. Lanza la molotov y espera que el mundo entero hable de él. Ha sido su forma de llegar hasta la Casa Blanca.
En el proceso, el mandatario juega con los límites de lo aceptado moralmente y amplía una grieta social y cultural en perjuicio de las minorías. Pero además impulsa los sentimientos de odio y los avala. Con su demagogia, que busca el aplauso de su base electoral, destroza logros de décadas en pro de la igualdad, que aún son muy frágiles.
No le importan las reprimendas locales, vengan de la oposición o de su propio partido y menos si son de los medios de comunicación o sus editorialistas. Ni siquiera parece inmutarse con las críticas que le hacen líderes del peso de la alemana Ángela Merkel o el canadiense Justin Trudeau. Su propósito es desconcertar a la oposición y cohesionar a sus seguidores, que todo se lo permiten.
Porque su acción es clara. Con esta última andanada de insultos el millonario ha empezado de manera formal su campaña a la reelección con la misma táctica que hace cuatro años le ganó el favor de su electorado. Ahora da un paso más allá, amplía las fronteras de su ignominia y normaliza lo que hace un lustro era impensado. Transforma el lenguaje y desde allí pretende cambiarlo todo para regresarnos al pasado más oscuro .