Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Hay que reconocerlo: es difícil sostener un optimismo intacto cuando se es testigo de las estratagemas de nuestros políticos.
Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co
De las eternas e inconclusas discusiones con mi padre acerca de cuestiones relacionadas todas ellas con la situación política del país, me han quedado tan solo un par de convicciones. Cualquier tema relacionado con la política nacional es el pretexto perfecto para constatar y darnos cuenta de que nuestras perspectivas no solo son diferentes, sino que, en su mayoría, son opuestas: las elecciones cada cuatro años, las estrategias de este o aquel alcalde, los Acuerdos de Paz. Cualquiera de estos asuntos desencadena el roce de dos puntos de vista incongruentes que nos hace comprobar que, ciertamente, nuestras perspectivas son incompatibles. Aunque hay unas cuatro décadas que nos separan, dudo que la discrepancia de nuestras opiniones responda a una diferencia entre dos generaciones. A veces no dejo de darle vueltas al asunto, procurando comprender los fundamentos que sostienen su pesimismo intransigente y mi optimismo testarudo, que, confieso, ya se empieza a corroer. Dicha cuestión es el tema de este artículo.
El pesimismo inflexible de mi padre se distingue y se sintetiza en un par de oraciones que zanjan nuestras conversaciones cíclicas y que resumen, en gran medida, la mirada de una porción considerable de los colombianos: todos los políticos son iguales o que roben, pero que hagan. En algún momento llegué a pensar que tales posturas, simplistas y reducidas, eran innatas al carácter, radical e inquebrantable, de mi padre. Ahora creo que el asunto no solo no responde a la peculiar y catastrófica mirada de él, sino a la decepción generalizada de una porción de ciudadanos, testigos de que en este país la política está condenada a girar en un carrusel de delitos.
Hay que reconocerlo: es difícil sostener un optimismo intacto cuando se es testigo de las estratagemas de nuestros políticos. Escándalo tras escándalo, la clase política en Colombia ha forjado la convicción de que a la gobernanza de este país le es transversal el fraude: desde concejales en los pueblos más recóndito del país condenados por corrupción, hasta senadores y expresidentes encarando cada uno su situación judicial, haciendo esfuerzos titánicos por demostrar su inocencia y por maquillar sus infracciones. La lista de los implicados es heterogénea: alcaldes, gobernadores, diputados, fiscales, ministros, generales. Tan heterogénea como sus escándalos: destituciones, acusaciones, imputaciones, condenas.
La institucionalidad de este país ha abierto heridas incurables. Una de ellas es un pesimismo sólido, moldeado cuidadosamente no por el tiempo, sino por la sucesión de escándalos y de desfalcos. Las estrategias para hacer política en Colombia han lacerado en muchos la esperanza: tantos han sido los ejemplos y los escándalos, tantos los fraudes y las estafas, que para una porción considerable de los colombianos es imposible desvincular el arte de gobernar de las trampas, los enredos, la malversación. Esta sucesión de fraudes ha lapidado en algunos la esperanza de creer que se pueda hacer política evadiendo los pasadizos o respetando la ley, y ha sembrado en su lugar la convicción de que, en definitiva, esto no lo arregla nadie, como diría mi padre.