Esa misma elegancia que se esmeraba por expresar mediante la palabra dicha o escrita, en la conversación habitual de cafetería, en la conferencia magistral o en la tertulia ilustrada, era la elegancia que el profesor Gildardo Lotero exigía sin concesiones, en términos de pulcritud en el buen decir, el buen leer y el buen escribir, a miles de alumnos que le aprendieron desde las madrugadas durante cuatro decenios en sus clases de español periodístico. Hoy recuerdan con gratitud al maestro riguroso, disciplinado y dueño de un sentido del humor sardónico e implacable.
Y cómo no lo recordaremos por siempre sus amigos y compañeros en la tarea docente, si durante muchos años empezábamos las jornadas de la vida universitaria con el apunte ingenioso, el juicio crítico severísimo y la sonrisa socarrona del filósofo que nos dejaba por resolver en las horas siguientes un buen dilema sobre las cuestiones de actualidad.
Gildardo personificaba la prudencia, la mesura en los conceptos, sin reducirles ni un gramo a sus puntos de vista. Decía la frase precisa, definitoria. Tan minucioso y concienzudo era al dictaminar sobre algún asunto, que hasta parecía puntilloso. Extremaba a tal punto el cuidado por los efectos posibles de sus apreciaciones, que asumía el riesgo de convertirlas en aporías, en dudas cubiertas de un tal vez sin solución de continuidad. Así me aceptó que se llamara una columna que escribió en EL COLOMBIANO hace tiempos: Tal vez. No por eludir el compromiso, ni mucho menos, ni por falta de resolución, sino por ese espíritu de continuo y profundo buscador del sentido que no aceptaba ninguna verdad aparente y prefería cavilar, depurar sin afán.
Gildardo era hombre de diálogo, afable y reposado. Un amigo noble y cercano, pese a la distancia por la que optó en los años recientes al separarse de la docencia. Emulábamos en la devoción de la lectura. Libro que él recomendara había que leerlo a la fija: Así conocimos y examinamos a Sandor Marai, Steiner, Saramago y tantos amigos silenciosos que apurábamos con deleite, incluido Pérez Reverte. Los comentábamos en las sesiones del Consejo Superior del Café Literario, con Memo Ánjel y Spitaletta y con Darío Ruiz, así como les seguíamos los pasos a nuestros maestros de las letras de Antioquia, en tardes que alumbrábamos con uno que otro aguardiente en algún acogedor punto de encuentro. Varios alumnos me decían en esta semana que su timidez los cohibía cuando querían acercársenos en la cafetería al presenciar desde su mesa la sesión diaria de nuestra tertulia matutina. Gildardo, el de la elegante sencillez, ejemplar, era uno de esos pocos amigos, pero excelentes amigos, que depara la vida. “Filosofar es prepararse a morir”, repetía. Qué soledad tan abrumadora en estos días.