Contemporáneos de la franja etaria de los abuelitos presidenciales manifestaron, molestos por la bienintencionada condena a casa por cárcel, su ilusión de resultar escogidos como pasajeros de la cápsula que inventó Elon Musk para viajar en órbita alrededor del planeta, en un paseo liberador del encierro. En uno de los variados protocolos elaborados con motivo de la desesperante cuarentena se avisó que a los viejos se les permitiría disfrutar por algunos minutos de cada semana del aire fresco en el espacio exterior. Por espacio exterior, muchos entendieron la estratosfera. Algunos de los aspirantes a salir andaban afanados por encontrar la compañía insólita de un “adulto responsable”, que puso como condición el portavoz de una alcaldía.
De una encuesta entre habitantes de esta Villa del decenio de los cincuentas he concluido que la mayoría tiene la casa como lugar ideal para sostener una existencia familiar en armonía. Buena parte de los consultados se crió y pasó temporadas de vacaciones en caserones del antiguo barrio de San Benito. No había necesidad ni ánimo para salir a la calle. Se formaron como personas hogareñas. El día con los hermanos transcurría jugando en los dos patios de la vivienda, unidos por el largo corredor y atraídos por la hora de la siesta en una de las seis alcobas en galería, o por la sesión de lectura en la inmensa biblioteca paterna. La televisión no figuraba como elemento de la compañía mediática. En el rincón principal de la sala estaba entronizado el receptor de radio del que salían las mejores voces del mundo y lo más pegajoso del extenso repertorio de bambucos, rancheras y tangos, así como esa forma prodigiosa de televisión sin imágenes ni color de las radionovelas y las series de aventuras programadas por genios de la producción radiofónica dotados de poder de fabulación y uso de efectos de sonido.
La casa era el espacio entrañable en la infancia de aquellos residentes, agobiados por la tiranía de las buenas intenciones que ha discriminado a los mayores hasta anticiparles la condición de decrépitos pese a que pueden acreditar con la posesión notoria el uso de sus capacidades mentales y físicas. Es esa catalogación arbitraria, de muy discutible compasión, que no precisa el sentido de la decrepitud como desgaste inhibitorio. Rehúso la incitación a un movimiento de desobediencia civil de los mayores de 70. Y no puedo aceptar que al primer mandatario se le ofenda con insultos como el de “mocoso”, ni que esté sugiriéndose una suerte de cacerolazo ridículo de los llamados más vulnerables. Viajar en la nave inventada por Musk parece una quimera. Insoportable, sería, padecer lo que falta del enclaustramiento empacado en una cápsula, cuando estar en casa es tan reconfortante. Decía cuando empezaba esta larguísima enajenación de la libertad, que había llegado la hora de la familia. Para evocar el viejo lema de “hogar, dulce hogar”, que salía en los tapetes de bienvenida de las historietas de Lorenzo y Pepita, en recuerdo de la canción que se oía en Estados Unidos en tiempos de la Guerra de Secesión. Estar en casa es la gran conquista del ser humano. Por más expuestos que estemos a sufrir depresión y así la espaciosa casa de San Benito la hayan escamoteado los fantasmas del olvido.