Es algo que todos, de pronto, sentimos dentro: el deseo de huir, de evadirnos, de alejarnos, prófugos de nosotros mismos. Desertores. Anacoretas.
Tal vez el lector no esté familiarizado con esta palabra que ha venido a tener una connotación religiosa. Anacoreta era el monje que vive retirado en un lugar solitario. Pero el verbo griego de donde procede tiene un matiz especial. “Anajoreuo” es volver sobre sus pasos, retroceder, recular. Es el eterno juego de los desencantos, del desasosiego, de no tener raíces, de echar hacia atrás en pos de lo perdido.
Es interesante hacer una observación histórica. Los anacoretas empiezan a aparecer en la historia del cristianismo primitivo cuando, con la paz de Constantino, desaparecen las persecuciones. Convertido el cristianismo en religión del imperio se perdió el incentivo de la lucha, el encanto de la clandestinidad, la fuerza que da el sentirse perseguido, la fecundidad de la sangre derramada.
Acabado el martirio había que inventarse una especie de martirio prefabricado a punta de renuncias, mortificaciones, negaciones. Había que huir, retroceder, deshacer los pasos. Y se huía hacia el desierto, ya que en la concepción geográfica de la época, más allá del desierto estaba el paraíso. Ir al desierto era estar más cerca del destino final, del cielo. De Dios.
En el fondo de las crisis, de las decadencias, hay unos elementos que se repiten, que suelen presentarse con los oropeles de lo positivo, pero que son negativos, peligrosos, destructores. Basta mirar alrededor. Pululan los profetas, las sectas y la búsqueda en tropel de milagros y carismas. Las mentes se embotan con glosolalias, con miedos apocalípticos. Todos huyen, echan pie atrás, retroceden. Se le saca el cuerpo a la realidad, a los compromisos del presente. Desde la oración a las drogas, todo puede ser evasión. Fugas canonizadas o malditas. Se confunde la decadencia con la renovación. Se le da a la cobardía características de renacimiento, de heroísmo.
Somos los eternos prófugos. Lo importante acaba siendo no estar donde debemos. Las crisis, repetimos, siempre están acompañadas de paraísos perdidos, de nostalgias, de extraños misticismos. Huir, no estar presentes. No ser fieles ni al mundo ni a la tierra. Aunque para ello haya que perderse por un desierto sin caminos y encerrar la soledad y la insatisfacción en una torre de cristal. O en una finquita en el campo. O en el cielo. Como sea, anacoretas