Mientras el país retoma la moda de los paros nacionales condimentados esta semana con el paro armado impuesto por el Eln, el país político divaga en torno a los nuevos nombramientos ministeriales. Repiten aquello de que “mientras Roma arde, Sagunto delibera”.
El presidente Duque intenta con los ajustes a las carteras ministeriales recuperar la gobernabilidad. Hace esfuerzos por formar una coalición de partidos que tenga conciencia de sus responsabilidades para responderle a un país lleno de problemas y desafíos. Las cohabitaciones políticas son estrategias que se han practicado no solo en Colombia sino en los regímenes democráticos en donde el Congreso es parte esencial del desarrollo social, económico y jurídico de una nación.
Lamentablemente los socios escogidos para esta nueva empresa provienen de unos partidos enmermelados, desmembrados y anarquizados, que no obedecen a jerarquías con autoridad y menos tienen unidad de criterios en torno a puntos específicos de la sana acción política. Cada congresista tira para su lado. Tienen sus propias agendas de conveniencia personal. No pocos salieron elegidos por microempresas electorales que se mueven a través del clientelismo y los dineros sospechosos. Y por eso se oponen a cualquier nombramiento si no sale de su propia cosecha, de su círculo cerrado de ahijados.
Los dos ministros nuevos salidos de la misma entraña política de Cambio Radical y la U, son repudiados por no salir de determinadas casas electorales que se creen accionistas únicos de esas colectividades. Confirman nuevamente estos malabares manzanillescos que no son partidos sólidos y coherentes. Son colectividades simplemente formadas, como otras tantas, por islotes personalistas que forman un archipiélago saturado de ambiciones desmedidas. Carecen de jefaturas que puedan darles consistencia y respetabilidad a sus decisiones.
Con esta forma anárquica de hacer política, es bien difícil integrar un gabinete ministerial que inspire no solo confianza, sino representatividad auténtica de partidos coaligados alrededor de un programa y de unos principios y propósitos nacionales que conduzcan al bien común. Parecería que para lograr el presidente esa proeza, tendría que triplicar por lo menos la nómina de sus carteras ministeriales. Conformarlas con grupos, subgrupos y facciones de manzanillos que hoy se atrincheran con sus ejércitos clientelistas, en las atomizadas colectividades políticas.
Bajo este criterio de cuotas burocráticas al detal, personalizando los nombramientos por apellidos de los caciques como si los nominados hicieran parte de feudos podridos electorales, sería imposible darle congruencia, respetabilidad y poder de maniobra a la gobernabilidad. La misma gobernabilidad tan urgente de implantar para darle cierto descanso a una sociedad asfixiada por la radicalización en la lucha política. Y que ahora es inaplazable protocolizar para aprobar las leyes que se vienen en materia pensional, laboral, así como para frenar los brotes populistas nacidos de los caletres de la demagogia, salidos a flote para llenar de ilusiones a los sectores populares y aumentar las cargas para las clases medias y las de quienes como empresarios de todos los tamaños deben generar empleo y bienestar.