Hace 31 años asesinaron a Luis Carlos Galán, el aniversario de su muerte pasó silencioso como las horas de este encierro que ya es tormento, hace ya 21 que mataron a Jaime Garzón, también lo recordamos en voz baja, ni siquiera nuestros muertos ilustres merecen en esta sociedad el gesto de respeto que deberíamos sentir por los ausentes, aquí el verbo matar lo conjugamos más que el verbo amar, asesinamos de mil maneras, pero la indiferencia y el olvido también son una de nuestras maneras de hacerlo.
Agosto, como tantos otros meses, trajo el manto oscuro de la sangre sobre esta noche eterna que es Colombia, son 33 las masacres en lo que va corrido de este bisiesto olvidable, pero reducir el desangre a estadísticas resulta repugnante e inhumano y aunque la Onu denunció su preocupación por la situación de violencia del país y el gobernador de Nariño dijo que “la violencia nos está consumiendo”, el gobierno insiste en la reducción del 11 % en los homicidios durante este año. Ese mismo Estado, incapaz de esclarecer las muertes de nuestros ausentes ilustres es el que anuncia de nuevo investigaciones exhaustivas que no conducen a nada ante los asesinatos de jóvenes humildes ocurridos el 8, el 11 y el 16 de agosto, Cristian Caicedo y Maicol Ibarra fueron asesinados cuando iban a entregar una tarea en su colegio de Leiva, en Nariño, en un cañaduzal del barrio Llano Verde de Cali fueron encontrados los cuerpos torturados de los adolescentes que salieron a elevar cometas, sus nombres eran Juan Montaño, Jair Cortés, Jean Perlaza, Leyder Cárdenas y Álvaro Caicedo y en una incursión en la que actuaron como fieras sedientas un grupo de encapuchados acribilló en una casa en Samaniego, Nariño, a los jóvenes Óscar Obando, Laura Melo, Jhon Quintero, Daniel Vargas, Byron Patiño, Rubén Ibarra, Elián Benavides y Brayan Cuarán, conmueve ver cómo los padres siguen enterrando a los hijos en la lógica absurda que desangra nuestro país.
La de la violencia es ya una herida abierta que se niega a cicatrizar, somos los hijos de una tierra fértil que sin embargo produce más muertos que frutos, más rencores que ternura, aramos con sangre y recogemos como cosecha los heridos del alma que contamos por miles, nuestros árboles se yerguen adormecidos ante los embates del horror, los espantapájaros de nuestros campos convocan la muerte y parecen ahuyentar la justicia, enarbolamos el trapo rojo del hambre y de la muerte en esta sinsalida que añoramos algún día poder llamar país, limitados por el horror, nuestras fronteras norte, sur, occidente y oriente las bañan ríos de sangre y las habitan hordas humanas que se desplazan sin rumbo de un lugar a otro llevando a cuestas su dignidad y sus pocos haberes ... somos hijos de esta tierra surrealista en la que nada parece asombrar, la catarata roja que se desliza por entre los peñascos del olvido nos grita sin embargo que hay que insistir en la vida, bien lo dijo William Ospina “el problema de Colombia no es que tenga guerrilleros, ni paramilitares, ni políticos corruptos, ni delincuencia, sino su falta de una ciudadanía capaz de ponerle freno a todo eso”.