Todos saben a quien me refiero. Como lo dijo el miércoles Arturo Guerrero, “Javier Darío Restrepo no necesitó apellido. Cualquiera que pronunciara sus dos nombres de pila sabía que no tenía homónimos y que por eso sobraba la rúbrica de familia. Javier se llaman muchísimos, Darío muchísimos más. Pero los dos combinados son escasos. En esto también fue un fuera de serie. Javier Darío no hay sino uno”.
Así es. Por eso la muerte inesperada de Javier Darío (no es lo mismo una muerte repentina que una muerte inesperada) ha originado en quienes lo conocimos y éramos cercanos, un sentimiento que no tiene sinónimos: orfandad. Huérfanos como periodistas, como conocidos y amigos, como trabajadores de la prensa escrita (que es mi caso). Algo que duele y desasosiega. Y deja un vacío que nunca se llenará, aunque sigamos teniendo acceso al legado que nos dejó en sus libros, en sus ejecutorias y su ejemplo, en su entrega a la formación de periodistas, a la dignificación y la dignidad del periodismo. Que esa fue la vocación de Javier Darío. Esa, su misión. Y ese, su sacerdocio. Y menciono el sacerdocio porque, como bien se sabe y es bueno tenerlo presente, Javier Darío Restrepo fue sacerdote católico. Dejó de serlo en su momento sin escándalos ni poses anticatólicas y, ya como laico, mantuvo toda la vida una actitud positiva y servicial para con la Iglesia. Todo lo contrario de una cacareada apostasía, de un morboso anticlericalismo, de un revanchismo ideológico o pastoral. Fue siempre franco y contundente, nunca camorrista y ofensivo.
Precisamente junto con Aturo Guerrero, arriba mencionado, tuve el privilegio de haber sido invitados los dos por Javier Darío, cuando fue Director de la Revista Vida Nueva Colombia en su edición impresa (2010-2018), a escribir sendas columnas de opinión, que se alternaban semanalmente. Durante esos ocho años pude apreciar en el maestro de periodismo lo que es entregarse a la labor de prensa, al trabajo de planeación, de orientación y de supervisión que implica y exige una publicación periódica. Olfateaba el paso de Javier Darío en todas las páginas de la revista, desde los editoriales hasta los informes especiales y demás trabajos escritos por él en cada número de la revista, con su característico estilo de investigar, de informar, de escribir. Admiré y envidié siempre ese incansable y fogoso ejercicio periodístico.
Y así murió. Yendo y viniendo, que es andar de reportero. Murió al regresar de Medellín a Bogotá, singladura recurrente a lo largo de toda su existencia. Profesor y maestro. Alguien dijo: “El profesor mediocre dice; el buen profesor explica; el profesor superior demuestra; el gran maestro inspira”. Eso fue Javier Darío: un maestro, un inspirador. Paz en su tumba. Mejor, paz en su eternidad.