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A la libertad de la búsqueda interior, se le debe sumar que, contrario al prestigio, el dinero es altamente transferible.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Yo desconfío de las personas que buscan atención de manera permanente. Lo hago porque reconozco en mí mismo esa pulsión. La necesidad de ser visto, celebrado y admirado me ha acompañado desde que era niño, y veo en ella uno de mis mayores defectos.
Alrededor de esa pulsión construí mi definición de éxito, y ella me llevó a elegir una profesión que remunera precisamente eso: prestigio. La academia es un negocio donde los beneficios vienen en forma de aplausos y admiración. Y mis años en este negocio—repleto de tantas otras personas con una necesidad de atención comparable a la mía—me han hecho consciente de lo desafortunado que es el prestigio como métrica de éxito. Lo es por varias razones.
En primer lugar, el prestigio está, en gran medida, fuera del control de quien lo persigue. Uno puede invertir mil horas escribiendo un artículo académico—o un poema, para hablar de algo menos frívolo—, poner en ello toda su energía, inteligencia y honestidad intelectual, y aun así es perfectamente normal que el mundo encuentre el resultado irrelevante o incluso repulsivo. No existe una tecnología confiable para producir aplausos. El juicio ajeno es opaco, errático y, por lo general, indiferente al esfuerzo propio.
En segundo lugar, la búsqueda de reconocimiento está íntimamente ligada a la aversión a la crítica y al miedo al desprestigio. En términos prácticos, quienes viven del aplauso temen profundamente al abucheo, y ese temor los empuja por un sendero de complacencia que suele desembocar en la levedad. El mundo está lleno de susceptibilidades, y la única manera de no activar ninguna es producir cosas tan insustanciales que nadie pueda sentirse aludido. Trágicamente, quienes pasan la vida esquivando cualquier fricción suelen ser percibidos como pusilánimes, lo que genera tantas—o más—críticas que una personalidad con carácter y convicción.
En tercer lugar, el prestigio no es un atributo universal. Dado que es imposible concitar la admiración de la sociedad entera, el amante de los aplausos tiende a especializarse, a refugiarse en una cofradía, en una comunidad específica a la que aprende a impresionar. Eso produce reconocimiento local, pero este es difícilmente transferible a otros espacios. Lo veo a diario entre académicos que son vacas sagradas en su departamento y completamente anónimos—a veces sin cruzar la calle—en el departamento vecino. Esta dinámica empuja a muchos a volcar su vida entera en su pequeño círculo, para evitar la frustración que viene de constatar su irrelevancia fuera de él.
Finalmente, el prestigio tiene un valor práctico sorprendentemente bajo. Es cierto que suele traducirse en capital social y que, bien utilizado, puede dar acceso a recursos valiosos. Pero ese no es un proceso automático y, si algo, suele exigir habilidades sociales muy particulares. Para la inmensa mayoría de personas, el ser admirado impacta muy poco su bienestar material. Al final de la jornada, cuando todos llegamos a casa, la vida se siente prácticamente igual, hayamos recibido mil aplausos o uno solo durante el día.
Estas desventajas no son compartidas—o al menos no en la misma medida—por el otro gran referente de éxito en nuestra sociedad, el dinero.
Nada garantiza, por supuesto, que uno pueda ganar y preservar dinero. De hecho, ambas cosas son extraordinariamente difíciles. Sin embargo, la búsqueda de dinero ofrece un sendero de mayor certeza que la del prestigio. Si uno acepta un trabajo cualquiera, existe una relación relativamente clara entre el tiempo trabajado y la remuneración obtenida.
Además, las metas monetarias son compatibles con prácticamente cualquier tipo de personalidad. Claro está que el dinero lo otorga la sociedad y ser odiado por el planeta entero haría bastante difícil la tarea de acumular mucho dinero. Pero es perfectamente posible ser despreciado por muchos y aun así ser rico. Quien aspire a acumular dinero puede sostener creencias, visiones o comportamientos que ofendan a otros sin ver su éxito necesariamente amenazado por ello. Más ampliamente, el dinero no exige una psicología específica para ser acumulado. En ese sentido, es un objetivo compatible con una exploración amplia y honesta de la vida interior.
A la libertad de la búsqueda interior, se le debe sumar que, contrario al prestigio, el dinero es altamente transferible. Por ejemplo, el prestigio acumulado en el mundo académico sirve de poco si uno migra al emprendimiento; el dinero acumulado allí, en cambio, sí puede utilizarse al convertirse en emprendedor. Más ampliamente, el dinero puede transformarse en casi cualquier cosa: tiempo, seguridad, educación, arte, ayuda a otros. Esta convertibilidad permite que, en lugar de estrechar su mundo, una persona pueda construir una vida multipropósito en una amplia variedad de ámbitos y lugares.
En conjunto, todo esto hace que, al final de la jornada, el dinero sí altere la textura de la vida cotidiana. Llegar a casa después de haber ganado mil dólares no es lo mismo que hacerlo tras haber ganado uno solo.
No sugiero, por supuesto, que el dinero deba convertirse en un propósito vital. Todas las culturas del mundo advierten con claridad sobre los peligros de ello. Lo que sí me interesa señalar es que la búsqueda de prestigio suele ser mirada con indulgencia en nuestra sociedad. Mi intención es simplemente exponer la trampa que encierra esa idea y proponer una reflexión más profunda, pero práctica, sobre el éxito profesional.