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En Colombia, como sucede ahora en el caso de la elección del Rector de la Nacional, el gobierno ni siquiera disimula su voracidad estatista, ni finge que es respetuoso de la autonomía razonable y vuelve a exhibir su vocación autocrática.
Por Juan José García Posada - juanjogarpos@gmail.com
Es obvio que la autonomía universitaria plena, como todas las autonomías, ha sido siempre un imposible conceptual y práctico. Ser relativa le es inherente. Pero otro asunto es negarla, eliminarla y no tener ni el más mínimo recato para hacerla valer con ajuste a las circunstancias y con realismo sensato. Empezó a defenderse el carácter autónomo de las instituciones universitarias entre los siglos Once y Trece, desde Bolonia, París, Oxford, Salamanca y Cambridge, las más antiguas del mundo occidental. En síntesis, se ha pretendido que el poder político, objeto sempiterno de desconfianza, no altere la vida universitaria, que debe ser autónoma y facultada para darse su propio gobierno en lo económico, administrativo y académico. Pero en Colombia, como sucede ahora en el caso de la elección del Rector de la Nacional, el gobierno ni siquiera disimula su voracidad estatista, ni finge que es respetuoso de la autonomía razonable y vuelve a exhibir su vocación autocrática, sin medir las consecuencias.
Son muy conocidas las situaciones más bien excepcionales de universidades públicas o privadas que se han involucrado en el libre juego de los intereses políticos y partidistas. Funcionarios directivos han llegado a creerse dueños y señores de las corporaciones a su cargo, hasta convertirlas en sucursales de los directorios y células entregadas al tráfico de influencias y al favorecimiento de individuos con liderazgo y aspiraciones electorales. El otorgamiento de títulos exprés, la manipulación de los estudiantes como mensajeros de campañas, la distorsión de programas curriculares para favorecer a los caciques y benefactores, la desviación de recursos monetarios con ánimo de lucro, y muchos etcéteras consabidos, resultan de obsequiar la autonomía o dejársela conculcar por fuerzas externas. Aunque es notorio que la educación superior en gran parte ha sostenido su respetabilidad e independencia gracias a la salvaguarda de la autonomía, así sea incompleta, los riesgos de que se envuelva en el remolino de la corrupción no se han conjurado del todo. Que conste que las universidades que conozco por filiación profesional están libres de sospecha.
Si el mandatario no ha querido separar los malabares políticos de la intervención respetuosa y prudente en la elección del Rector de la Nacional, porque antepone las manías autoritarias al principio de la autonomía universitaria, ideal pero realizable al menos en lo mínimo, qué más puede seguir en ejercicio de esa glotonería dominante. Hay que estar en alerta frente al proyecto de reforma que se aproxima. Leerlo y establecer qué sombras de duda sea preciso despejar en el tratamiento de las cuestiones esenciales que deben motivar los debates, para que nadie se llame a engaño ni lo estimule. Es cierto que la autonomía tiende a ser más cercana a la utopía que una realidad plena, desde hace ocho siglos. La vida universitaria carecería de sentido si no funcionara alentada por la causa de inventar ideales con libertad. Defender la autonomía con toda la fuerza de la razón es un deber ético imperativo para la clase intelectual.