No olvido el primer juguete que recibí el día de mi primera comunión. Le hice dañar una página del libro de contabilidad a mi padre, cuando entré a su oficina, vestido con hábito de franciscano, disparando fulminantes como un jinete del oeste. Esa fue una excentricidad que alguien me regaló. Pero no eran esos mis juguetes preferidos. Disfrutaba enormemente con los que hacía con mis propias manos. En eso, mi amigo de infancia, Gerardo Baena, era un formidable maestro. A su lado aprendí muchos pequeños trucos que me ayudaban a sacarle buen partido a las ideas que me surgían con los objetos multiformes, aquellos que, sobre todo, fortalecieron mi sentido común y el espíritu de emprendimiento que inevitablemente ya se formaban. La verdad, éramos...