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Una distopía de cuerpo y comida

Se sentían en total control, tachando alimentos, venerando conductas restrictivas y comprando suplementos para reemplazar lo que dejaban de comer.

24 de julio de 2025
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  • Una distopía de cuerpo y comida

Por Juliana Restrepo Cadavid - JuntasSomosMasMed@gmail.com

Había una vez un lugar con un rey barrigón y una reinita de cuerpo perfecto que sonreía siempre y no envejecía.

El rey tenía colaboradores secretos insertos en las familias. Durante la infancia y adolescencia, era clave que ocurrieran dos cosas con las muchachitas. Primero, debían entender que su valor dependía de cómo se veían, que valían en la medida en que otros aprobaran su cuerpo. Había tíos que las elogiaban cuando perdían un par de kilos, mamás que vinculaban el éxito con conseguir pareja y tías que, al mirar fotos, señalaban lo que no estaba bien de sus cuerpos.

Segundo, debían desconectarse completamente de lo que sentían y aprender a desconfiar de las sensaciones de hambre, placer, hastío o llenura. Para eso, entrenaban personas que en la mesa soltaban comentarios claves. El ejemplo era fundamental: se valían sobre todo de las mamás que hacían dietas absurdas, se miraban con desdén en el espejo y compraban ropa para disimular lo que les disgustaba de su cuerpo. Una vez que el trabajo estaba hecho, no hacía falta intervenir más: las adolescentes ya sabían detectar lo defectuoso, se habían desconectado de sí mismas y comprendían dónde residía su valor.

Cada tres años, los que mandaban se reunían para definir el plan del próximo periodo. Escogían el cuerpo que estaría de moda, las publicidades que lo promoverían, los canales. En la pared colgaban fotos de campañas exitosas: la anoréxica Kate Moss, las ángeles cosificadas de Victoria’s Secret y una reciente de Nike con cuerpos fuertes y funcionales. Juntos redactaban los lineamientos de las dietas que iban a lanzar. Cambiarlas era clave para que las muchachitas sintieran que tenían control. Sabían que era vital establecer dos o tres alimentos absolutamente prohibidos y dos o tres absolutamente fabulosos. A veces levantaban la prohibición de los anteriores, otras veces simplemente se acumulaban. O incluso los que habían sido fabulosos —como las carnes rojas y los lácteos con Atkins— pasaban a estar prohibidos. Era esencial actualizar también las palabras: detox, ayuno intermitente, orgánico, low-fat, ancestral. La última campaña giraba en torno al verbo “inflamar” y condenaba los alimentos inflamatorios. Según lo que se hubiera decidido eliminar de los platos, hablaban con los farmacéuticos para empezar a fabricar los suplementos que compensarían los déficits: calcio, hierro, colágeno, etc. Invitaban científicos a las reuniones, pero lo que decía la ciencia no era lo que se decidía. Igual no era grave: las muchachitas no siempre creen en la ciencia.

Su inversión en investigación era menor al 1%, mientras que en publicidad y fármacos superaba el 65%.

Y así vivían las muchachitas-marionetas del reino del rey barrigón. Se sentían en total control, tachando alimentos, venerando conductas restrictivas y comprando suplementos para reemplazar lo que dejaban de comer. Nunca alcanzaban el ideal. Envejecían, claro, y se volvían una versión más fea de sí mismas. Cada minuto que pasaba perdían valor. El rey las miraba sonriente desde su trono mientras abrazaba a su princesa.

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