El asunto del comparendo de $834.000 que le clavaron a un joven en Bogotá, por comprar una empanada en la calle, va más allá de lo macondiano. Por más insólito que haya sido y los chistes sobre los jíbaros, traficantes de ají, bandas de masa frita y el #empanadachallenge, el tema tiene fondo.
Son muchas las aristas que dilucida el impasse policivo-gastronómico. Seamos sinceros: Colombia es un país donde la informalidad se creció hasta las chanclas. Las estadísticas dicen que la población laboral informal llega al 50 %. Palabras más palabras menos, hay un montón de gente rebuscándose la vida a punta de chicles, papitas, estuches de celulares, arepas de huevo, buñuelos, libros viejos y empanadas (que es lo que más se vende).
Claro, es un gran problema y el panorama es feo, porque hay evasión de impuestos, contrabando y una clara competencia desleal para quienes están en la formalidad. Sumémosle las mafias que dominan el espacio público y se llevan una tajada de padre y señor mío. Por eso, no se puede descargar la culpa en quienes compran la empanada al paso o caerle a la pobre doña Marina, quien solo sabe amasar y fritar en su puestico callejero.
Con lo que sucedió, ¿habrá una persecución a los vendedores ambulantes? Refiriéndose al trabajo informal, la Corte Constitucional ha dicho que la restricción de sus actividades debe estar mediada por un contexto socioeconómico, como, por ejemplo, sus circunstancias de vida. Ahí les dejo un trompo girando: si van a cerrarle el chuzo a doña Marina ¿cómo asegurar que no le estarán coartando el derecho al trabajo?
Otro rollo: el sentido justiciero que se despertará. Con el Código de Policía como herramienta, las multas de este tipo pondrán a las autoridades a caminar por una delgada línea que separa la ortodoxia normativa del abuso. ¿Cómo van a interpretar el comportamiento de la gente en la calle?, ¿preguntar por el costo de un paquete de chontaduro en una chaza será motivo de sanción?
¿Cómo, entonces, hacer cumplir la ley? Mientras un policía multa a alguien por una empanada, a menos de 10 metros habrá alguien tirando una basura al piso, fumándose un bareto u orinando un muro. Puede pasar. Ahí es cuando nos damos cuenta de que, en Colombia, medir con el mismo rasero es la mayor utopía de desarrollo.
Lo malo es que quedó sentada la jurisprudencia: comer empanadas es un riesgo nacional. A punta de memes, la empanada superó al Sagrado Corazón de Jesús en popularidad, dejando a un lado que esto debería conllevar a una reflexión profunda sobre la informalidad, el cumplimiento de la norma y la interpretación de la autoridad. Preferimos joder a un desprevenido con hambre callejera y a quienes se la rebuscan, olvidándonos que gran parte de este país se ha levantado a punta de empanadas.