Por Juan Carlos Cortés González
La pandemia ha exacerbado los temores de los individuos y ha agudizado los problemas sociales. La anhelada reactivación enfrenta retos mayúsculos y aun cuando la economía parece reaccionar favorablemente, la movilización social en modo pausa y la polarización en las posiciones políticas pintan un escenario inédito en el ámbito latinoamericano.
A la par con estos fenómenos, el recrudecimiento de la delincuencia y la percepción de inseguridad ciudadana abren peligrosos espacios para propuestas populistas y autoritarias, con tinte ideológico de cualquier extremo.
Colombia experimentó por décadas un conflicto armado, que se consideró predominantemente periférico, para luego padecer ataques criminales provenientes del narcotráfico que pretendieron tomarse las ciudades. En tiempos presentes, la criminalidad cotidiana impacta las costumbres, siembra temor y provoca desconfianza, en demérito de la autoridad, la que, por demás, es cuestionada en una sociedad en la que no se aprecian con claridad las consecuencias para quienes quebrantan las normas.
La realidad y la percepción de inseguridad en las calles pueden confundir la conciencia ciudadana y caldear los ánimos políticos para provocar reacciones que pongan en peligro la democracia y el Estado Social de Derecho. Reacciones asociadas a expresiones de xenofobia, acumulación de poder, restricción irrazonable de derechos y división social agudizada.
Más allá de lo anterior, los gobiernos liberales deben enfrentar nuevas dinámicas para ponderar la dignidad y el bienestar de los asociados, con el uso de esquemas de control, vigilancia y restricción de derechos.
La vigencia de un Estado “gran hermano”, capaz de impactar la privacidad individual y de aplicar tecnologías en materia de identificación personal, ubicación, seguimiento e inteligencia artificial (como también lo puede hacer el mercado), es una realidad y toca la conciencia de la nueva política.
La alquimia necesaria en ese propósito compromete institucionalizar el diálogo y dinamizar los mecanismos democráticos, tanto como fortalecer la autoridad y su reconocimiento social, por lo que implica construir colectivamente una conciencia cívica, a partir de reformular una visión colectiva y de humanidad.
Indispensable resulta aplicar una disciplina social autoimpuesta y con control social efectivo. Junto a la reacción estatal, la ciudadanía debe rechazar las conductas que afecten a los colectivos. También se requiere una democracia con autoridad, esto es, resulta indispensable la mayor participación razonada de los ciudadanos, la cualificación en el servicio público, la erradicación de la corrupción y el posicionamiento de la decencia en el manejo de la cosa pública.
Si el Estado liberal no es capaz de reaccionar contra el miedo, no faltarán quienes se aprovechen de este para hacerse con el poder y transformar instituciones democráticas en remedos autoritarios.
La decisión y el compromiso deben ser de todos los ciudadanos. Prevenir que el temor marque la ruta de la política es una prioridad, tanto como la creatividad y el liderazgo, para, desde un sueño posible de país, guiar a individuos y colectivos en el respeto a la Ley y a la convivencia.
Se requiere una autoridad con más legitimidad, confianza y aceptación que poder. Menos normas, más lógica. Menos armas en manos particulares y más recursos de inteligencia y reacción digital. Menos llamados a la violencia y más capacidad de diálogo, para que se reconozca la autoridad legítima y se fortalezca la democracia, a partir del uso razonable de la libertad y la realización de propósitos comunes.
Es preciso lograrlo. El llamado es a la reflexión y a la acción. Estamos a tiempo
(Colprensa).