Una cosa o un símbolo, como es un balón, no pueden ser culpables de nada. Sería una absurdidad total. Pero además deben separarse el espectáculo, con su potente maquinaria económica, política y mediática, y el fenómeno mágico, alucinante, del fútbol como el deporte más apasionante de la historia. Por eso es ilógico filarse en el bando de los detractores del Mundial que empezó ayer en el que los narradores y comentaristas de la radio llaman “el territorio qatarí”. Ni las denuncias de corrupción, ni el totalitarismo teocrático del emirato, ni los 6.500 obreros muertos durante la construcción de los escenarios, acaban con la idea y los fines originales del olimpismo proclamados por el maestro e historiador Pierre de Coubertin a comienzos del Siglo Veinte.
Es verdad que la realidad actual del balompié es contraria a las nobles finalidades éticas de buscar la convivencia pacífica, la igualdad de participación, el respeto por otras culturas y la democracia expuestas cuando nació el movimiento olímpico. Que hubo sobornos cuantiosísimos para definir la sede en Doha (como debió haberlos en ocasiones anteriores), que el país anfitrión nada sabe de derechos humanos, etc. Por más ciertos que sean esos hechos denotativos de maldad reñida con el espíritu deportivo, al fútbol no vamos a exterminarlo así pase por un momento reputacional pésimo.
Los aficionados no vamos a perdernos los mejores partidos de esta temporada. Nos atrae, nos gusta, nos entretiene y, por qué no, nos apasiona el fútbol con las cualidades que siguen haciéndolo fascinante. Todos los vicios, perversidades, manejos torticeros, más la violencia de las barras bravas en los estadios y las afueras, claro que le hacen daño al deporte y a su naturaleza civilizadora, pero no lo matan.
La universalidad es consustancial al espíritu deportivo. No tiene sentido partir el mundo entre buenos y malos. El deporte ha de unir, no dividir. No puede limitarse a la tradición occidental y sus valores. Excluir mentalidades y culturas diferentes, en lugar de llevarles un mensaje positivo y edificante, atenta contra el sentido original del deporte. Y privarse del influjo saludable del buen espectáculo es una demostración de apatía aislante de la vida real.
En la tertulia semanal más reciente del Coloquio de los Libros, compartimos acuerdos y discordancias sobre la magia del Mundial. Nunca pretendemos uniformidad de posiciones, pero tampoco ahondar en los desacuerdos. Cada tertuliano es respetable, expone, defiende sus puntos de vista. Las conclusiones de cada reunión semanal quedan siempre en el aire, porque sería una necedad pensar y obrar con dogmatismo. Por mi parte, es absurdo que la culpa sea del balón. Seguiré viendo fútbol por televisión, incluso con la esperanza de que sea la ética deportiva la que nos enseñe a que este país aprenda por fin las mejores lecciones de tolerancia y convivencia pacífica. Si no actúa nuestra selección, hasta mejor. Diré que España y Argentina son Colombia en el Mundial.