Con el coronavirus respirándonos en la nuca, esta Semana Santa, que empieza mañana, tiene ya un desasosegante olor a Medioevo. Y ya que deberemos resignarnos a no respirar en los templos el tonificante aroma del incienso de las ceremonias (que es aroma hondo, espiritual), vamos a tener que aceptar que, como las pestes medievales, también esta del covid-19 termine exhalando un perturbador tufillo de postrimerías. Es decir, olor (a veces hedor) a enfermedad, a agonía, a muerte, a entierros, a cementerios, a honras fúnebres. Y allá en el fondo, tal vez también, a eternidad, a Dios.
Perdone el lector, la dureza, más que franqueza, del lenguaje, pero hay que decir, aunque aterren, las palabras que no quisiéramos pronunciar. Pero es eso lo que nos debe llevar a cuidarnos, a aceptar la cuarentena, el aislamiento social y las precauciones exigidas por las autoridades. Si no lo hacemos todos, lo que tarde o temprano llegará también a Colombia, es una “Danza de la muerte”.
El lector seguramente conoce la expresión. Como “danza de la muerte” o “danza macabra” se denominaba un género artístico, generalmente teatral, que surgió a finales del Medioevo como alegoría de la fugacidad de la vida en una época marcada por los continuos brotes de peste negra que convertían la muerte en algo cotidiano. Tal leo en una nota que lo califica como un reflejo de la ideología religiosa de la época que, por un lado, recordaba que los placeres terrenales son pasajeros y, por otro, proclamaba el poder de la muerte para igualar socialmente a los seres humanos.
Recuerdo en este momento una saetilla o verso breve que alguna noche oí en el penumbroso corredor de un convento en Villa de Leiva, como rito final que cerraba la jornada de los frailes. Se golpeaba tres veces una tablilla, a manera de matraca pequeña, y una voz ahuecada por la nocturnidad recitaba una sentencia como esta: “De la muerte nadie escapa/ ni el rey, ni el rico, ni el Papa”. O esta otra, que recuerdo: “La cabeza más entera/ es pellejo y calavera”.
La muerte, como perturbadora realidad, se reduce en las informaciones de la pandemia que hoy nos azota a simples estadísticas, dolorosas, dolientes mejor. Decenas, centenas de muertos por día. En total, son ya varios miles las víctimas de la enfermedad. Una hecatombe. Lo dicho, una danza de la muerte. Que más allá de las cifras aturdidoras y de la amenaza imparable que se nos asoma a todos en el horizonte, nos debe llevar a pensar en lo que no nos gusta pensar: en la muerte. Un pensamiento que no debería ser esquivo ni ajeno para nadie. Menos para un creyente, y mucho menos en Semana Santa.