El pasado miércoles el presidente sancionó el Acto Legislativo 01, “por medio del cual se modifica el artículo 34 de la Constitución Política, suprimiendo la prohibición de la pena de prisión perpetua y estableciendo la prisión perpetua revisable”, bautizado como Gilma Jiménez en recuerdo de la finada que tantos réditos políticos obtuvo con diversos proyectos en esa materia. En el acto organizado al efecto, el primer mandatario –en tono altisonante– manifestó su complacencia por el “logro” y, tras afirmar que ello fue posible gracias al “respaldo ciudadano”, dijo haber “obrado con una conducta de compromiso con la ciudadanía y con (sic) los niños”.
En ese escenario, entre otros intervinientes, tampoco se hicieron esperar las palabras de la ministra del Interior, quien calificó la promulgación de la normativa como “un gran paso” para el país y advirtió que este “tenía una deuda con nuestros niños”, quienes “son prioridad para este gobierno”. Pero los festejos no pararon allí, porque por orden gubernamental algunas dependencias oficiales –incluido el palacio presidencial– se iluminaron con luces verdes. ¡El color que designa la esperanza!
El acto público en mención no es otra cosa que una expresión del más refinado populismo punitivo, una muestra de cómo los dirigentes en medio de la demagogia pretenden gobernar a través del delito, esto es, la estrategia mediante la cual los actores políticos y el sistema penal –en casos de inseguridad ciudadana– buscan calmar a una opinión pública previamente objeto de manipulación mediante el incremento desmesurado de las sanciones penales, su endurecimiento, la vulneración de las garantías, etc., para el caso mediante la aprobación de reformas que no tienen ningún impacto real en la prevención y disminución de los delitos.
Por supuesto, no se dice que aquí la impunidad tiene cifras cercanas al 99 % y esa previsión constitucional, así sea objeto de los desarrollos legales pertinentes mediante la cascada de leyes que anunció el mandatario, será puro papel mojado. Eso sí, con ella este gobierno que –como un pulpo ya extendió sus tentáculos a la Fiscalía General, la Contraloría General, la presidencia del Senado de la República, etc.– muestra su talante decididamente autoritario y regresivo, cuando proclama a los cuatro vientos que el derecho penal avalado por él es uno propio de los regímenes opresores, de la violación de los derechos y las garantías.
Desde luego, llama mucho la atención la forma como los partidarios de las penas crueles y degradantes venden estos discursos porque, en medio de la puesta en escena del principio según el cual “quien no está conmigo está contra mi”, se pretende mostrar a los que critican esas concepciones y tienen otra visión del mundo y la sociedad, como cómplices de quienes realizan a diario los muy graves atropellos contra los menores que todos lamentamos. Se criminaliza, pues, el pensamiento.
Semejante proceder desdice mucho de quienes afirman actuar en representación de todos, máxime si introducen al país en los caminos del odio y el sectarismo; por eso, el discurso presidencial de esta semana es una notificación al conglomerado en cuya virtud se le recuerda que estamos gobernados por un sistema para el cual las sanciones solo deben ser “ejemplarizantes” y “generalizadas”; en otras palabras, inspirado en las ideas penales propias de las dictaduras y no de las democracias.
Así las cosas, la deuda con los niños no se salda a punta de normas trasnochadas; ello se hace con la introducción de herramientas para combatir el hambre, la desnutrición, la ausencia de asistencia médica, la falta de educación, etc.; parece, pues, que el señor presidente, quien manifestó haber recorrido toda la geografía para constatar los evidentes casos de maltrato, olvidó a los niños más pobres de la Guajira, el Chocó, y las barriadas de las ciudades, que –cada año– mueren de inanición por falta de asistencia estatal. ¿Será, cabe preguntar, que los derechos de esos pequeños no están por encima de los demás?.