Los estudiantes de los años setenta del siglo pasado fuimos adoctrinados en las entonces novedosas teorías del comunicólogo canadiense Marshall McLuhan. Nos explicaban con un esquema (en clase se tiende siempre a simplificar) que la historia de la humanidad podía dividirse cómodamente en tres períodos: el estado tribal, caracterizado por el dominio de la comunicación verbal; el estado de destribalización, que surge con la invención del alfabeto fonético y alcanza su máximo desarrollo con la invención y difusión de la imprenta, y una vuelta a la retribalización y, consecuentemente, a la oralidad, a partir de la invención de los medios de comunicación que McLuhan llamaba eléctricos: el telégrafo, la radio y la televisión (entonces no habíamos oído hablar de internet, aunque ya existía: era una innovación impulsada por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos de América y, por tanto, una tecnología secreta).
Si habíamos de creer a nuestros profesores, el libro había muerto, o estaba para morir, y los nuevos medios nos abocaban a un declive de la escritura (y, por tanto, de la lectura) y a una vuelta al predominio de la comunicación oral o, más bien, audiovisual. Todo esto se explicaba en un libro que no murió: “La galaxia Gutenberg”, muchas veces reimpreso en varias lenguas desde su primera edición en inglés en 1962 hasta hoy.
En realidad, la mayor parte de los estudiantes de entonces nunca leímos ese libro. Sólo tuvimos sobre él la información oral que nuestros profesores nos transmitieron, no por los modernos medios electrónicos, sino en un entorno tan tradicional, tan venerablemente antiguo, como la enseñanza de viva voz en el aula. La enseñanza oral: un procedimiento de difusión del saber que ha estado vigente a lo largo de toda la historia de la humanidad (sin duda, ya desde aquella época tribal), conviviendo y coexistiendo con la transmisión escrita propia de la galaxia Gutenberg, y que hoy convive con las nuevas tecnologías de la información y se sirve de ellas.
Y es que las relaciones entre escritura y oralidad nunca han sido sencillas, sino complejas y no excluyentes. En el siglo XVI, la expansión de la imprenta no eliminó la transmisión oral del conocimiento, sino que interactuó con ella e incluso la impulsó.
El texto impreso se alimentó con frecuencia de la oralidad, y así impresores de Sevilla, Burgos, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Amberes o Lisboa produjeron pliegos sueltos y libritos de bolsillo con romances procedentes de la tradición oral; a su vez, sus lectores utilizaron esos impresos para refrescar la memoria de los romances que conocían o para aprender otros que, una vez memorizados, podían recitar o cantar.
A la recíproca, los textos escritos se transmitieron muchas veces oralmente. Los primeros impresos fueron obras religiosas (la Biblia, oracionales y lecturas piadosas), pensadas para ser leídas individualmente, pero también en voz alta a pequeños grupos de fieles, o (en el caso de las oraciones) memorizadas para el rezo.
Lo mismo pasó con la creación literaria de tema profano. Una de las mayores especialistas en literatura oral, la profesora Margit Frenk, publicó hace años un artículo delicioso y revelador titulado “Lectores y oidores: la difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro”. Oidores: un neologismo certero, antiguo (aparece, usado en tono irónico, en textos del siglo XVII), para referirse a los lectores que –en plena galaxia Gutenberg– conocían las obras literarias no por haberlas leído, sino por haberlas oído leer. El propio Quijote nos revela cómo los campesinos analfabetos tenían acceso de oídas a los libros de caballerías, auténticos best sellers de su época. Literatura de acción, transmitida por los medios audiovisuales de la época.
La escritura y la oralidad andan también entremezcladas en las nuevas tecnologías. Siguiendo a McLuhan sin ser conscientes de ello, solemos tener la impresión de que internet es ante todo comunicación audiovisual, un medio en el que la escritura ha sido desbancada por las imágenes y los sonidos. Es verdad que en internet hay muchas imágenes (estáticas o en movimiento), muchas grabaciones de voces y mucha música. Pero no hay menos textos escritos, impresos no con tinta, sino con algoritmos, en la superficie de las pantallas.
Nos pasamos la vida leyendo textos por internet. Probablemente leemos hoy más que cualquier lector de los siglos XVI al XIX y, además, hay muchos más lectores, porque hay mucha más gente alfabetizada y porque las nuevas tecnologías facilitan que los textos se difundan masivamente, con una prolificidad que la imprenta tradicional nunca alcanzó. Según algunas estadísticas, casi el 40 % de los españoles no lee ningún libro al año; pero lo que no sale en esas estadísticas es que prácticamente todos leen varios textos al día.
Independientemente de la edad, el género, la clase social o el nivel formativo, los usuarios de internet buscan información (escrita) sobre los temas más diversos; leen en las pantallas periódicos y revistas, reciben y comparten por escrito, a través de blogs y redes sociales, opiniones e información (muchas veces poco fiable, pero eso es otro problema). Somos grandes lectores de pequeños textos.
Lo mismo pasa con la escritura. Escribimos en muchos sitios de la red y, sobre todo, producimos muchas cartas. Cuando parecía que la epistolografía estaba en trance de desaparecer, de repente nos hemos convertido en epistológrafos compulsivos e intercambiamos cada día varias misivas a través de la Red; muchas de ellas son mensajes cortos, el equivalente a lo que antiguamente se llamaba billete, una carta breve. Es, naturalmente, literatura efímera, no destinada a perdurar; pero las cartas siempre lo han sido.
Así que la galaxia Gutenberg anida en internet, y nosotros leemos y escribimos más que nunca, mientras seguimos convencidos de que las nuevas tecnologías están acabando con el libro, la lectura y la escritura
* Filóloga, escritora y académica electa de la Real Academia
Española.