Por estos días se está finiquitando el proceso de matrícula en la mayoría de las instituciones educativas del país. A propósito, revivo las preocupaciones de una asociación de Nápoles, Italia, llamada Maestri di Strada -Maestros de la calle-, dirigida por Cesare Moreno. Surgió este movimiento de la necesidad de enfrentar el reto de la tarea educativa, con nuevas alternativas, en la calle. Esto, debido al crecimiento desmesurado y preocupante de la deserción escolar. Cada año que pasa son menos los jóvenes que acuden a la escuela y muchos los que optan por quedarse en la calle, algunos buscando formas alternativas para sobrevivir, pero, muchos otros, a la deriva, en esa ruleta rusa de escasas oportunidades y variopintas amenazas.
El fenómeno que ha despertado el surgimiento de este proyecto napolitano no es una pesadilla local, sino una realidad que se viene generalizando en otros países del mundo, y hemos vivido en muchos tramos de la historia. Ese desamor no es de ahora. Años atrás, personajes claves de la cultura, como Einstein y García Márquez, fueron desertores de la escuela. Lo preocupante es que ese hastío ha crecido de forma desmesurada. Pocos años atrás, pensar en la escuela como algo tedioso era excepcional.
Ha habido muchos diagnósticos que intentan dar con las razones del hastío por la escolaridad. En Colombia hizo huella en 1995 el “Documento de los sabios”, que presenta análisis y propuestas para transformar el sistema educativo.
Las respuestas podrían solaparse en asuntos más elementales que los que allí refieren, y tocan directamente la experiencia de los estudiantes. En alguna investigación que hacía un grupo de colegas, indagando qué era lo que más les atraía de la escuela, un número importante de ellos decía que el mayor atractivo era el encuentro con los amigos. Posiblemente no haya modo más efectivo de aprendizaje y socialización que ese roce cotidiano en la escolaridad.
Pero la posibilidad de ese encuentro está condicionada por las calidades locativas de las instituciones educativas, porque allí pasamos el mayor número de horas de cada día. De niños estudiamos en áreas grandes, atractivas, con jardines y amplios espacios para la lúdica, mimados por las comunidades educativas, lugares que se parecían a una casa. Poco a poco se han transformado en edificios de cemento, donde no es posible construir cotidianidad, donde nos sentimos enclaustrados, y esperamos con ansiedad el toque jubiloso de la campana.
El otro indicio del malestar escolar lo encontramos en el fondo de lo que allí se oferta, lo que se escucha en las aulas, el sentido de las actividades colectivas, las celebraciones, los actos cívicos o culturales, las manías de calificar, vigilar y controlar. Es preciso avivar un ejercicio de preguntas, entre los maestros, los padres, los directivos y, por supuesto, con la indispensable participación de los estudiantes, para sopesar el impacto negativo o positivo de lo que hacemos en la escuela, para identificar los contenidos curriculares que nos seducen, y los que producen desgano y rasquiña.