Por lo visto estamos de suerte. El bicho que ha confinado a casi toda la humanidad y que nos tendrá locos por una temporada ni siquiera es un ser vivo. Es un virus, un pedo en la cadena evolutiva comparado con las señoras bacterias, con perdón. Y es que los virus, como este tal covid-19, no son más que moléculas diseñadas para reproducirse hasta que alguien se lo impida. Sin embargo, las bacterias sí están vivas. No solo se reproducen, sino que se alimentan y tienen la capacidad de responder a los estímulos. Dicho de otra forma, tienen cierta opción de aprender y defenderse. Son mucho más complejas y están compuestas de manera celular. Desde el principio de los tiempos, tanto virus como bacterias nos acompañan en este maravilloso viaje. Así pues, no es esta una batalla que el ser humano no haya librado mil veces antes. Afortunadamente, disponemos de una de las más sofisticadas herramientas defensivas que existen: el sistema inmunitario. El problema es que el combate no tiene fin y nuestros enemigos siempre disponen de tropas de refuerzo más evolucionadas que las anteriores. La vida tratando de abrirse paso de forma despiadada, como siempre. Pues al igual que nosotros necesitamos acabar con otros seres vivos, sean plantas o animales, para subsistir, otros tantos tratan de conquistarnos y expandirse a nuestra costa.
Sirva esta introducción para aliviarnos un poco de tanto dolor por la tragedia que está dejando este maldito virus y rebajar también la frustración que nos invade ante lo desconocido, ante la incertidumbre. Pero llegados a este punto, es hora de que todos nosotros entonemos un mea culpa. Porque ahora que todas nuestras miradas se vuelven hacia los científicos y los médicos, es de ley reconocer que les hemos tratado como a parias a lo largo de la historia. Y es que, al fin, cuando todo nuestro arsenal falla y descubrimos que no somos invencibles, son ellos quienes tienen en sus manos la responsabilidad de salvarnos a todos. Sin embargo, miren a su alrededor. No verán en las calles estatuas ecuestres a Miguel Servet, el español que descubrió la circulación pulmonar de la sangre y que fue ejecutado en la Ginebra calvinista por hereje. Tampoco obeliscos a Pasteur ni arcos del triunfo dedicados a Mendel, Curie o a Fleming, artífice de que dispongamos de antibióticos, empezando por su penicilina, uno de los tres mayores logros humanos, junto al fuego y la rueda. A ellos y a los miles de científicos y eruditos que nos han traído hasta aquí, apenas se les dedican unas líneas en los libros de texto de nuestros hijos en los que se explican con profusión invasiones, batallas, revoluciones y grandes guerras. A los caudillos, reyes, conquistadores, generales y libertadores les corresponden los oropeles de la gloria, por haber desenvainado sus espadas para bien o para mal.
Mirémonos frente a frente, porque también nosotros hemos elegido la ignorancia. Al menos la mayoría, ofuscados en las contiendas tribales más estúpidas, enredados en las artimañas políticas o en la telebasura. Idolatrando a figuras de barro cuyo único logro es ser famosos, millonarios o simplemente guapos. Y, ahora, todos rezamos para que alguien a quien no le hubiésemos prestado un segundo de nuestro tiempo hace unas semanas descubra una cura a este flagelo. Imploramos al cielo que alguien a quien imaginamos con una camisa desgastada y mal conjuntado, con gafas de culo de vaso, un peinado de hace un siglo y un salario varias veces inferior al de cualquier estrella del cine, del deporte o de la música, nos saque de esta.
Hemos cumplido una semana más, gracias al cielo. Rezo por todos nosotros y por los caídos. Y pido también para que no volvamos a dilapidar recursos en adornos. Para que dejemos de malbaratar impuestos en chucherías y llenemos las calles y plazas de algo más que aplausos a nuestros médicos y científicos. Y puesto que ni uno solo de ellos querrá una estatua ecuestre a su mayor gloria, entreguémosles un reconocimiento en forma de recursos que, al fin, nos beneficiarán a todos. Cuídense y hasta dentro de una semana. Dios lo quiera .