Jesús nació en Belén. En ese lugar había unos pastores que cuidaban sus rebaños durante la noche, y “la gloria del Señor los envolvió en su luz”, y apareció una legión de ángeles en el cielo que cantaban: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc. 2,14). Desde entonces los cristianos cantamos y recitamos el Gloria con toda el alma.
Cuando oramos, solemos terminar nuestra oración diciendo: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Dar gloria a Dios es la máxima expresión de la grandeza humana, pues la gloria es el homenaje que se rinden mutuamente Padre e Hijo, y así, dar gloria a Dios es alimentar la esperanza “de participar en la gloriosa liberación de los hijos de Dios” (Romanos 8, 21).
Gloria significa peso, esplendor, majestad. Dar gloria a alguien es hacerle un gran honor, acción que enorgullece a uno y otro. San Ireneo (130-202) escribió una frase lapidaria: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. Y así, cuanto más me cultivo, más resplandece la gloria de Dios en mí, pues la gloria es la manifestación externa de la majestad divina. Toda acción buena que yo realizo, manifiesta la gloria de Dios en mí.
En la Biblia, la gloria de Dios consiste en salvar a su pueblo, y se manifiesta en intervenciones deslumbrantes, como la lluvia, uno de los fenómenos más expresivos de la gloria divina. Jesús es la lluvia por excelencia que todo lo fecunda. Él es, con razón, “el resplandor de la gloria del Padre” (Hebreos 1,3).
Un día Jesús oró así: “Padre, glorifica tu Nombre”. Y se oyó una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Quienes estaban presentes decían “que había sido un trueno”, y otros decían: “le ha hablado un ángel”. Cada orante tiene su modo de escuchar a Jesús, unos, como un trueno, y otros, como un ángel, según su modo de vivir, pues Jesús, la gloria de Dios, todo lo sabe.
El amor es el secreto de la gloria. Dios me glorifica a mí amándome, y yo lo glorifico a Él amándolo. Y así acontece en toda relación humana. El padre y la madre glorifican a sus hijos amándolos, y viceversa. Cuanto más lo amo, más glorifico a quien amo.
La “gloria inmarcesible” que cantamos los colombianos es en realidad el Creador, aquel a quien podemos y debemos volver los ojos en esta pandemia, con la seguridad de encontrar que Él puede saciar en todas sus formas nuestro más profundo anhelo de infinito