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Alejo Vargas Velásquez
Columnista

Alejo Vargas Velásquez

Publicado

La ingobernable sociedad colombiana

Tradicionalmente, en los textos sobre gobernabilidad se señala que esta requiere que haya legitimidad en los gobernantes por parte de la sociedad, que no se acuda a las vías de hecho o la violencia para presionar las demandas sociales y que, a su vez, los gobernantes tengan capacidad para responder a esas demandas de manera oportuna y eficaz; por supuesto, que el gobierno cuente con una coalición mayoritaria en el Congreso es fundamental para ello, especialmente en un régimen presidencialista como el nuestro.

Pues bien, como lo sabemos, la tradición colombiana de los últimos tiempos —acentuada en los últimos años— es que cada sector o grupo social cuando tiene sus demandas no acude a las vías institucionales —entre otras razones, porque poco funcionan—, sino a las vías de hecho; estos últimos días, los que vivimos en Bogotá hemos visto las congestiones de la movilidad generadas por los motociclistas a propósito de sus demandas frente a la administración distrital. Pero igual lo hemos visto en los últimos años por los campesinos e indígenas y sus demandas y el bloqueo de vías por los estudiantes, por pobladores en distintas ciudades, etc. Y me pregunto si no se ha agravado con el reconocimiento —en buena hora— de la protesta social como un derecho ciudadano.

Es decir, estamos en un modelo de plena ingobernabilidad, donde las demandas de los diversos sectores sociales no se tramitan por canales institucionales, sino, justamente, acudiendo a las vías de hecho, entre otras razones —además de la baja credibilidad en las instituciones—, por la poca atención que tienen dichas demandas por los diversos gobernantes —de diversos partidos y orígenes políticos—, a no ser que, justamente, se altere “el orden público”. La pregunta es si en el futuro inmediato —independientemente de quién vaya a encabezar el próximo gobierno— podremos colocar como un objetivo colectivo avanzar en un modelo de gobernabilidad democrática, que tenga como presupuesto el encauzamiento de las demandas sociales por canales institucionales —organizaciones sociales o gremiales, partidos políticos—, pero, al mismo tiempo, el compromiso de los gobernantes de responder con diligencia a esas demandas sociales —lo que no significa en todos los casos responder totalmente de manera positiva a las mismas, porque, obviamente, ellos tienen restricciones presupuestales o legales—, pero sí colocar el diálogo social —es decir, la política, entendiendo que la política es sinónimo de concertación y negociación— en el centro de la construcción de acuerdos con los diversos sectores sociales.

Ese modelo de gobernabilidad que tiene en el centro el diálogo político, con la diversidad de actores sociales y políticos, es lo que podemos derivar de la gobernabilidad que ha sido adelantada por los gobiernos socialdemócratas europeos y que ha permitido a estas sociedades manejar los conflictos sociales de manera adecuada, como un elemento enriquecedor, y construir de forma permanente acuerdos, una parte del ejercicio de gobernar. Esto lleva un implícito y es reconocer la conflictividad social como un elemento normal en una sociedad diversa, pero democrática, y eso debe permear a las diversas autoridades civiles y de la Fuerza Pública, para que deje de mirarse la conflictividad y la protesta social como expresión de fuerzas subversoras del orden social. Igualmente, que dé a entender a los líderes sociales y políticos que la protesta social es un recurso importante para denunciar o exigir cumplimiento de peticiones o derechos, pero que también tienen la posibilidad de acudir al diálogo social y político con los gobernantes regionales o nacionales.

Si todos asumimos este propósito, podríamos tener una democracia más legítima, con canales de trámite de demandas sociales y una revalorización del diálogo social como herramienta fundamental para construir acuerdos.

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