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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

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La insatisfacción del esclavo

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La llamamos jartera. Con esa hache aspirada o, mejor, esa jota atravesada en la garganta como un comienzo de regurgitación y de náusea. La jartera hace que la gente, al cabo del día de fiesta, del asueto de fin de semana, del puente prolongado, de las vacaciones interminables, se muestre más cansada que al término de la labor, del trabajo.

Es la insatisfacción del esclavo. Dominado por un trabajo que no es creador, se torna incapaz de un descanso que recree. El alma se diluye en una monotonía gris, extraña mezcla de resignación, rabia, anhelo de libertad. Seres enjaulados, soñando a través de los barrotes de su prisión una idílica existencia inexistente.

Por eso son tristes las tardes de los domingos, por ejemplo. Porque son un reencuentro con la propia insatisfacción. Y esa soledad de las calles vacías, ese deambular sin ton ni son de las personas por la ciudad en los días de fiesta, ese torpe arrastrarse de borregos por los centros comerciales son el síntoma más claro de la desolación interior en que vive el esclavo.

No hay sentido de recreación (recreación: volver a crear) en nuestro pueblo. Ha convertido la fiesta en una evasión, en una fuga hacia ninguna parte. Por eso se cansa cuando descansa. Ha perdido el valor de lo lúdico, de la alegría como clima espiritual, del placer como punto de partida para adquirir nuevos bríos, para las hazañas que siguen.

Se inventó la palabra ocio para bautizar el vacío interior que se apodera del alma cuando no se tiene nada que hacer, cuando no se quiere hacer nada. El ocio, así, no es la ausencia de trabajo; es la consecuencia del trabajo como opresión, del trabajo como castigo. Se agotan todas las fuentes de la creatividad, de la imaginación. Convertidos en máquinas, cuando dejamos de trabajar no descansamos, simplemente paramos. Los días de fiesta, las tardes de domingo, tienen ese extraño aire detenido de los talleres apagados, de las máquinas en reposo, frías, silenciosas, solitarias, adormecidas en un letargo sin vida. Como el alma de los esclavos.

El aburrimiento no es, no suele ser, un problema sicológico. Es un fenómeno social. Al que no se le presta atención. Los descansos festivos se conceden a los trabajadores como mendrugos de generosidad, o como un simple símbolo de reivindicación laboral. Pero son logros pírricos, porque a la gente se le deja a la deriva en sus asuetos, naufragando en el hastío de su cansancio. Las políticas, si es que existen, para brindar recreación a los trabajadores no pasan de ser simple teoría para adobar con buenos sentimientos, o con un remordimiento, los balances sociales de los patronos, de las empresas o del gobierno. Además, el salario mínimo no alcanza ni para arañar, en una desolada tarde de domingo, la supuesta felicidad de no trabajar.

Ni la distracción o la diversión, ni las actividades felicitarias de que habló Ortega y Gaset son así la búsqueda de otro horizonte, de otra actividad, de otro campo vital. Son, simplemente, una forma de espantar la jartera. Y terminamos deambulando de acá para allá en la jaula de la propia insatisfacción. Como los animales del zoológico. Que tienen en sus ojos esas miradas mustias de las gentes en las tardes de domingo 

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