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Jorge Ramos
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La insurrección

Por Jorge Ramos

redaccion@elcolombiano.com.co

Fue uno de los más grandes y peligrosos ataques a la democracia de Estados Unidos en la historia moderna.

“¿Por qué, en el nombre de Dios, alguien piensa que atacar a la policía y ocupar el Capitolio de Estados Unidos es la mejor manera de demostrar que tiene la razón?”, dijo el senador republicano de Oklahoma, James Lankford, luego de los violentos disturbios de simpatizantes del presidente Trump en el lugar donde residen ambas cámaras del Congreso en Washington. En otras palabras: ¿A quién se le ocurrió la brillante idea de que la mejor manera de revertir los resultados legales de la elección presidencial en Estados Unidos era invadiendo violentamente el Capitolio?

Las palabras tienen consecuencias. Particularmente cuando las dice un presidente enojado, vengativo y mal informado. Todo comenzó el miércoles al mediodía cuando el presidente Trump se dirigió a decenas de miles de sus simpatizantes frente a la Casa Blanca. En un discurso lleno de mentiras –en que insistió falsamente en que él había ganado la elección y que hubo un fraude masivo– Trump les dijo a decenas de miles de sus seguidores: “Marchen al Capitolio...Porque ustedes nunca podrán recuperar nuestro país si son débiles”.

Y marcharon.

En una inexplicable falla de seguridad y de preparación, la policía del Capitolio fue rápidamente desbordada por una turba de cientos de manifestantes, en su mayoría, hombres jóvenes blancos, que subió por las escalinatas y, sin mucha resistencia, rompió puertas y ventanas para entrar a los pasillos y a los salones del Capitolio. Los manifestantes, algunos blandiendo banderas con el nombre de Trump y con gorras rojas que decían Make America Great Again, entraron al salón del Senado. Uno de ellos se metió a la oficina de Nancy Pelosi, se sentó en su silla y subió un pie al escritorio.

Todo esto pasó en una democracia que lleva más de 200 años.

Afuera, los manifestantes insultaban y atacaban a la prensa, solo por reportar lo que estaba ocurriendo. Estos ataques son consecuencia del falso mensaje presidencial de que “la prensa es el enemigo del pueblo”.

El vicepresidente Mike Pence, quien es también el presidente del Senado, fue sacado del Capitolio por su equipo de seguridad mientras que varios miembros del Congreso fueron llevados a un lugar secreto y seguro dentro del mismo edificio. Durante casi tres horas el Capitolio estuvo en control de violentos extremistas.

Pero Trump no se disculpó por incitar a la violencia. Al contrario. A los violentos extremistas les llamó patriotas. “Estas son las cosas y eventos que pasan cuando una contundente victoria electoral se le roba a grandes patriotas”, escribió Trump, antes de pedirles que “regresaran a casa con paz y amor. Y recuerden este día para siempre”.

Sí, todos lo vamos a recordar como el día de la insurrección. Cinco personas murieron por los enfrentamientos, incluyendo a un agente de la policía del Capitolio.

Estados Unidos, con Trump en la presidencia, ha perdido la autoridad moral para criticar a dictaduras y a otros países que violen el sistema democrático. ¿Con qué cara decenas de congresistas republicanos van a hacer una crítica a una tiranía cuando aquí apoyaron, sin éxito, la antidemocrática idea de eliminar millones de votos de la elección en Arizona, Pennsylvania y Georgia?

Palabras que antes asociábamos con regímenes autoritarios –intento de golpe de Estado, insurrección, invasión del congreso, toque de queda, incitar a la violencia, no reconocer el resultado de las elecciones– ahora se aplican perfectamente a los últimos días de la presidencia de Trump.

Trump se ha quedado sin trucos. Por ahora. Pero podría reaparecer en el 2024. Su movimiento –con el apoyo de más de 74 millones de votantes– sigue vivo. Hay trumpismo sin Trump. Su legado es racista y antidemocrático.

Mientras tanto, la lección es clarísima: ninguna democracia –¡ninguna!– está garantizada. Todas las señales de advertencia con Trump estaban ahí, desde que llamó “violadores” a los inmigrantes mexicanos y se rehusó a condenar a supremacistas blancos hasta su negativa a aceptar los resultados de las elecciones presidenciales. Pero, por distintas razones, muchos fueron indiferentes. Ese fue el grave error.

La próxima vez, si la hay, no nos podemos quedar callados. Las democracias hay que cuidarlas, palabra por palabra. Y a tiempo

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