Si hace un año alguien nos hubiera dicho que el tapabocas haría parte de la pinta diaria lo hubiéramos tomado por loco, pero aquí estamos, luciéndolo como protagonista de la colección verano-pandemia.
Que es indispensable para protegernos y proteger a los otros, no queda la menor duda. También es cierto que hay varios modelos, formas, tamaños y diseños que atienden a las necesidades e incluso a la fisionomía del usuario. Esta semana, mientras hacía fila para ingresar a un local comercial del centro de la ciudad, escuché una conversación común en nuestra nueva cotidianidad: tres jóvenes que también esperaban para entregar unas cajas, discutían acerca de cuál modelo era más cómodo, paraba menos las orejas, apretaba aquí o allá o dejaba marcas indeseables en tabiques y barbillas. Hasta ahí, entendible. Pero que además de obedecer a la practicidad, también tenga que ser bonito y de marca, es el colmo.
Hasta ahora han bombardeado las redes y cuanto canal virtual existe con las bondades de los materiales; que con doble capa, que antifluido, que de fibras naturales, que sintético... Una empresa nacional los ofrece en cuero (pobre y acalorada cara), otra invita a probar los importados, como si el virus entendiera de nacionalidades y estratos. No nos demoramos en tener variedad de tapabocas que salgan con la ropa del día para no desentonar, el de salir a la tienda, uno más profesional para la entrevista de trabajo, el coqueto para enamorar (cosa aburridora sin pico, ni abrazo), el sobrio que no llame la atención o el llamativo para sobresalir entre la multitud. Despunte de creatividad, porque a falta de semblante expuesto para hacer gestos, al tapabocas le tocará expresarse por nosotros.
El problema es que siempre nos las ingeniamos para hacer de cualquier cosa un símbolo de diferenciación, donde el elemento deja de ser un instrumento para la protección del colectivo y se convierte en una prenda individual no muy práctica, cuyo único fin es exhibir lo que queremos que los demás perciban de nosotros: la imagen de ser el más “cool” de la contingencia. ¿Se imaginan uno contándoles a los nietos sobre la pandemia, sobre los miles de muertos, la economía mundial colapsada, la cantidad inmensa de personas sin empleo, pero haciendo énfasis en que lo más importante fue que la atravesó con un tapabocas de Louis Vuitton de 127 dólares, no más 465.000 pesitos? Puro esnobismo pandémico.
Me quedo mejor con el enriquecimiento del vocabulario, por cuenta de la introducción del piropo casual al nuevo accesorio: “¡Qué tapabocas más divino!, ¿dónde lo compraste? Te horma superbien, como que te acomoda la cumbamba”. Seguro terminaremos escuchando, con muy buena intención, eso sí, que “¡definitivamente te ves mejor con tapabocas!”