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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiao.com.co

La vergüenza de ser wayuu y de hablar en wayuunaiki

Las lenguas no son los nombres con los que los humanos hemos bautizado las cosas que componen el universo. La suma de palabras que dan forma a la lengua que hablamos agrupa el mundo que vemos y experimentamos.

07 de octubre de 2023
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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiao.com.co

“A los estudiantes wayuu no les gusta hablar en wayuunaiki” le escuché decir a una profesora de Riohacha en un taller sobre inclusión. De voces diferentes y en otras escuelas, escuché afirmaciones casi idénticas: “a muchos les da pena hablar en su lengua.” Fueron tantas las veces que los maestros esgrimieron ideas similares, que tales opiniones empezaron a generarme una preocupante curiosidad, más aún cuando juicios parecidos fueron declarados por los profesores, ya no solo en la capital de La Guajira, sino también en la capital del Magdalena, Santa Marta: “Son tímidos. No hablan en Wayuunaiki”

Una lengua no es un conjunto de palabras. Un idioma no es un amasijo de vocablos, útiles para asignar nombres a las cosas. Una lengua es, dice Bárbara Cassin, filóloga y filósofa francesa, un mundo. Un mundo que se abre, se vive y se percibe con las connotaciones y sentidos infinitos que dan forma a cada lengua. Con un par de ejemplos bien interesantes, Cassin nos invita a pensar en las lenguas como mundos: Khaire, palabra griega para saludar, no es equiparable en sentido estricto a un buenos días. Su connotación es profunda: goza, disfruta, alégrate es lo que dicen los griegos al saludarse. Shalom, palabra utilizada para saludar en hebreo, recoge y esconde un bello sentido: la paz sea contigo. El Vale del latín, palabra utilizada tanto para saludarse, como para despedirse, indica un deseo: que tengas buena salud. Yo agregaría otro ejemplo a los de Cassin. Entre las muchas formas de saludar en wayuunaiki, hay una que llama mi atención: ¿jamaya pü’lapüin? En una traducción literal, palabra a palabra, quiere decir ¿Cómo estuvo tu sueño? Lejos de ser representaciones fantasiosas y carentes de sentido, los sueños son para los wayuus señales, profecías o vaticinios útiles para pronosticar sucesos. Lapü, deidad wayuu, ofrece señales acerca de la salud, las enfermedades, la muerte y la vida, utilizando para ello los canales oníricos de nuestros sueños.

Ni Khaire, ni Shalom, ni ¿jamaya pü’lapüin? son saludos equiparables. Hay un mundo de sentido tras cada uno de estos. Por ello, las palabras no son solo palabras. Y las lenguas no son solo lenguas. Las lenguas no son los nombres con los que los humanos hemos bautizado las cosas que componen el universo. La suma de palabras que dan forma a la lengua que hablamos agrupa el mundo que vemos y experimentamos. Dice Thiong’o, escritor keniata, que la lengua no es una “mera sucesión de palabras.” Es, dice él, un vehículo de nuestra cultura. Y es precisamente por la inmensidad de sentidos y posibilidades que constituyen una lengua que resulta tan inquietante que alguien, más grave si es un niño, más triste si es una escuela, sienta vergüenza de su propia lengua, de su lengua materna. En últimas, un pudor de este tipo no es más que una vergüenza por el propio mundo y, por ende, por la propia vida.

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