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Juan José García Posada
Columnista

Juan José García Posada

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Las cenizas de los libros inútiles

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¿Qué otro destino, si no la hoguera, puede asignárseles a los libros inútiles, irrecuperables por pérdida total, que sólo estorban en bibliotecas o en las bodegas de librerías? Aclaro que no debe confundirse la respuesta con el complejo del ama de llaves y heredera de Don Quijote, Antonia Quijana, quien, aliada con el cura Pedro Pérez y el barbero Maese Nicolás, formó el trío de maliciosos culpables de la quema de los libros de caballería del Ingenioso Hidalgo.

Tal demostración de ignorancia la grabó Cervantes en la historia novelesca, así como se recuerdan numerosos episodios de censura en la pira, protagonizados por sujetos autoritarios como el chino Quin Shi Huang en el 212 a. c., quien quemó libros y enterró vivos a muchos intelectuales. O como el emperador Diocleciano, que lanzó al fuego los libros de alquimia, o Constantino, que hizo desaparecer los libros de Arrio, o Teodosio, que destruyó las obras paganas, y muchos poderosos más, señalados con la marca de la infamia.

Al alcalde de Pensilvania, Caldas, le armaron un juicio radial porque lanzó al fuego unos libros que, me parece, le daba pesar o pena donarle a alguna bibliotequita aldeana. ¿Qué más puede hacerse si en la estantería yacen volúmenes arruinados, ilegibles, roídos por los ratones, que no encantan, sino que encartan? ¿Para qué los libros inservibles, si son almacenables en uesebés? Me consta que en las bibliotecas públicas y universitarias tienden a rehusar semejantes obsequios. Si, dado el caso, no pueden rechazarlos, por cortesía los mandan al sótano a que tengan una muerte digna. Al menos, no tan indigna como la hoguera.

Para los coleccionistas y cultores del libro es un problema de conciencia la suerte que se les asigne a los queridos y silenciosos amigos olvidados, abandonados en la biblioteca. Nadie los recibe porque adivina el final. Ni riesgos de acomodárselos a los ávidos lectores de alguna escuelita rural. Sería un engaño tan grave como el de regalarles un computador de 1970. Muy sabio sí fue el expresidente Betancur cuando legó su valiosa biblioteca a la Bolivariana, donde se conserva con todos los honores y protocolos. No podía pasarle por su mente de autor, editor y lector dejar que desaparecieran o condenarlos a ser pasto de las llamas. Ese sí habría sido un atentado sacrílego. El libro que merece perdurar tiene que salvarse, a menos que el continente físico deba fundirse.

No alcanza a compararse el caso de Pensilvania con la quema del Talmud por Luis IX de Francia, ni con el incendio de la Casa de la Sabiduría de Bagdad por los mongoles, ni con la Hoguera de las Vanidades prendida por Savonarola contra las obras inmorales, ni con el incendio en Granada de la biblioteca de la Madraza por orden del cardenal Cisneros, ni con el exterminio nazi de libros presidido por Goebbels en 1933. Tantísimos casos, imperdonables. ¿Pero qué puede uno hacer con los libros inútiles e ilegibles, si no volverlos cenizas? 

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