Por david e. santos gómez
De las muchas y variadas atrocidades que ha cometido Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos -más allá de su retórica incendiaria y sus barbaridades machistas y xenófobas- hay que insistir en una que está en el podio por su crueldad. La separación de familias en la frontera con México, que se radicalizó el año pasado, y que destrozó a miles de padres al separarlos de sus hijos. Esa canallada obliga a E.E.UU. a rendir cuentas.
Las normas radicalizadas de Trump separaron a más de tres mil niños de sus padres y rompieron -quizá para siempre- el núcleo familiar. Las separaciones fueron utilizadas como método de presión para obligar a los mayores a firmar su regreso al país de origen. Muchos, en medio del desespero lo hicieron, pero a algunos ni siquiera así les dieron información del paradero de sus pequeños.
Las condiciones en que se mantienen detenidos aún a un buen número de inmigrantes provocan miedo y espasmos de asco. La representante demócrata Alexandria Ocasio-Cortez comparó los lugares con campos de concentración en los que no se les brindan a los niños -ni a mucho menos a los adultos- los más mínimos recursos. Son jaulas con mallas en las que miles tienen que dormir en delgadas colchonetas en el suelo, se les raciona el jabón e incluso se les niega el cepillo de dientes.
El departamento de Justicia, por intermedio de sus abogados, insistió la semana pasada en que esos elementos de aseo no son necesarios para los detenidos -ni siquiera el buen sueño-. La postura de la Casa Blanca generó una ola de indignación que, sin embargo, parece insuficiente. Resulta sorprendente la forma en la que se pretenden acallar las voces que se alzan para pedir que se detenga semejante abuso, por un país que además dice enarbolar la bandera de las democracias liberales. Las historias de los vejámenes se repiten con tan poco eco en los medios masivos que rápidamente se olvidan o, peor aún, nunca llegan a ser escuchadas. Pero no hay que equivocarse. Lo que pasa en la frontera sur estadounidense es el infierno.
Trump se ríe y sus seguidores lo aplauden. Disfrutan ver a la gente viviendo en perreras municipales. Todos con sus gorritas rojas insisten que los inmigrantes se lo buscaron. Que se merecen esa desgracia y quizá algo más. Que es justo el trato que reciben porque -aunque no lo dicen- los ven como animales.