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Lección universal del coronavirus

Por Carlos Alberto Giraldo M.

carlosgi@elcolombiano.com.co

Tantas naciones y culturas que amamos y admiramos arrasadas por la pandemia: Italia, España, Estados Unidos y China. Ese dolor e impotencia de los ancianos cayendo por decenas en hospitales atestados o improvisados. Cada día un nuevo récord de muertos. Brasil que alista las fosas de sus cementerios, y se prepara para lo peor. ¡Cuánto estremecimiento en solo dos meses! Ecuador, con un tendal de muertos sin recoger.

El personal de salud agotado. En Italia, en medio de la batalla contra la enfermedad, han muerto 70 médicos que se contagiaron mientras luchaban por salvar vidas de sus compatriotas.

España, que cada día se adentra en los asilos y las pensiones, descubre a decenas de abuelitos caídos en medio del silencio y la soledad. Se trata de escenas que estremecen a la humanidad y que ya, no creo que alguien tenga duda, plantean un punto de quiebre a nuestra existencia como especie y civilización.

Hay esperanza. África acaba de vencer al ébola, pero mientras llega la vacuna para esta variedad del coronavirus afrontaremos sacudidas y pérdidas inéditas. Por fin, los gobernantes más altaneros sienten que sus economías y sus ciudadanos están ante una gravísima amenaza que los va a postrar y hará del 2020 una pesadilla global inolvidable.

Nunca la sociedad moderna, la de este planeta de furiosos vértigos, había afrontado tantos hitos juntos: el 90 por ciento de la aviación comercial en tierra. Sus centros mundiales de consumo, moda y ostentación cerrados. El hombre sin fronteras, el colonizador contemporáneo, encerrado en los límites del paisaje doméstico. El hombre dueño de los misterios del ADN y de la clonación, sometido por un virus surgido en una ignorada ciudad china. Los menjurjes bursátiles de los que hablaba el poeta León de Greiff, descoloridos y sin efecto reparador para la economía mundial.

Las ciudades, los pueblos, las provincias, los países convertidos en feudos temerosos unos de otros. Sin trasiego, sin viajeros, con sus carreteras convertidas en ramas sin savia, obstruidas por el miedo y el encierro. Un mundo donde sobran los gadgets, los adminículos para la intercomunicación, pero con los brazos y los abrazos cercenados de golpe.

Quién no piensa que llegó la hora de reflexionar sobre los daños que nos hemos infligido, sobre el gasto de tantas horas en una alocada carrera por producir y acumular, en medio de un capitalismo que bien llama el Papa Francisco “parásito”. Corren aquellos días que parecían lejanos: los de una gran derrota planetaria del hombre, que debe servir de lección para el cambio, la paz y la solidaridad.

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