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Por Adriana Correa Velásquez - adrianacorreav@atajosmentales.com
Bofetada. Sentí un golpe seco que me dio calor. Unas páginas más tarde, otro. Otras después, otro, otro y otro más, hasta el final. 225 páginas de golpes intermitentes. Fue Alia Trabucco la que me golpeó. Su novela, Limpia, me produjo eso. Espasmos fríos y bruscos. Sofoco, pena.
La protagonista es una empleada doméstica de buen carácter, cumplidora, humilde, agradecida, silenciosa y que aparentaba ser una mujer buena. Los patronos decentes, nunca le gritaron. Pero mientras nos cuenta la trama de esa relación, Alia nos va dando golpes, cachetadas. “Yo jamás me comí las uñas, tampoco mi mamá. Para eso, me imagino, hay que tener las manos desocupadas”, dice Estela, Estelita, su personaje. Más adelante describe la pieza, esos cuartos del servicio que no guardan ninguna proporción con el tamaño de la casa en la que estén ubicados. Así la casa crezca, el cuarto de ellas sigue encogido. Y digo de ellas, porque en Colombia, el 96% de las empleadas domésticas son mujeres. “Entré a la cocina, sola, y me extrañó no haber reparado antes en esa puerta tan extraña. Se confundía con las baldosas de las paredes, como una bóveda secreta. Me acerqué y la deslicé. ¿Ya sabían que se deslizaba? Para no perder espacio”.
Mientras descubría cómo la protagonista había terminado atrapada en el final que nos revela la autora desde la primera página, me devolví a la infancia en la que normalizamos tantas cosas sobre el servicio doméstico, sobre las “muchachas del servicio” como las llamamos casi hasta hoy. En el mundo 65 millones de personas desempeñan labores de carácter doméstico. En Colombia, casi el 87% de sus contratos son verbales. “Yo sé lo que deben estar pensando: mal agradecida. Tenía comida techo trabajo abrigo. Un sueldo fijo a fin de mes. Algo así como un hogar. Y me trataban bien, es cierto”.
A Estela su madre le hablaba de la importancia de los nombres “... Son importantes los nombres, dijo. ¿Acaso tus amigas no tienen nombre, Lita? ¿Les dices niña, niño? ¿A la vaca le dices animal?”. Y sigue con esto: “Esa primera semana ni siquiera sabían cómo llamarme. Se les entrometía el nombre de la que había trabajado antes que yo en esa casa”. Cachetada.
La literatura - sobre todo la escrita por mujeres - comienza a nombrar a estas mujeres, a poner en el centro de la reflexión sus vidas. A hacer visible lo que fue invisible por décadas en India, China, Europa Occidental y, por supuesto, América Latina, las regiones con mayor número de personas ejerciendo este oficio.
“Me imagino que a estas alturas se preguntarán por qué me quedé”, interpela a los lectores la protagonista en medio de las páginas. Se quedó porque a lo mejor sus genes, su intuición, o sus antepasados, sabían lo que uno de los más desgarradores informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico confirmó hace unos años: que, si permanecía en Chile, necesitaría 180 años para pasar a la clase media, pero si Estela fuera colombiana, le faltarían once generaciones para salir de pobre.